Explicádole a mi hijo por qué está dividido el calendario en doce meses, siempre sobran 4 o 5 días que se quedaban como “perdidos”. Esos días entre cambios de año que parecían ser asiagos, de malos presagios, de apertura de puertas.
Estoy escribiendo esto con una cerveza al alcance, descalza y recién asoleada. Día perdido. Porque tengo a los niños a las vísperas de entrar al colegio, no he empezado mi rutina de ejercicios y tengo pendiente quitarme el alcohol un mes. (Un mes.)
Necesitamos un momento de ponernos de nuevo en cero. En todo sentido. Como si aguantáramos la rutina sólo un período extendido de tiempo y luego, un descanso. Sirve para darse cuenta qué nos gusta y qué no. Un momento en el camino. De alguna forma esa arbitrariedad en la división del tiempo nos ayuda.
Aún no he evaluado este año. No quiero. Pero sí estoy disfrutando de esta suspensión de pensar y preocuparse y evaluar. Estoy segura que aprendí muchísimo qué no hacer. Además de haber ganado lo único que nadie quiere: peso.
Todo eso ya lo arreglaré. O no. Lo cierto es que mi cerveza sabe rico y hay una brisa que me está obligando a ponerme un suéter.
Y está bien.