Tuve la dicha de ir a ver a Juan Gabriel en concierto. Fabuloso, en casi todas las acepciones de esa palabra. Su famoso «lo que se ve, no se pregunta» es un lema de protección a la privacidad contra la curiosidad mal intencionada de personas a las que uno no debe darles ni la menor explicación. Un poco como lo que dan ganas de responder cuando extraños preguntan insistentemente por el significado de los tatuajes que uno lleva. Mis puntos en el brazo son frecuentemente objeto de interrogaciones que yo tengo pocas ganas de seguir.
Pero… hay cosas que no se saben si no se preguntan. Dentro de un círculo que uno hace grande o pequeño, el interés es parte de los ingredientes con los que se cocina la intimidad. Estar en una relación, de la índole que sea, implica estar consciente de que las personas cambian, los sentimientos fluctúan, los humores giran y que uno no puede decidir que, sólo porque está cercano a la otra persona, uno ya tiene poderes psíquicos y le lee los pensamientos.
Preguntar, acerca de cambios de expectativas, de estado de satisfacción, de gustos, ayuda a saber por dónde va el barquito y si no hay que ajustar el timón. Hasta hacerlo con uno es necesario. Tal vez lo que uno mira no se pregunta, como si el otro está enojado cuando el humo que le sale de las orejas podría servir de señal. Pero sí preocuparse del porqué.