Tomando café, después de almuerzo, tuve un pequeño momento de nostalgia futura para cuando el mundo vuelva a «funcionar» y esos momentos de intimidad ligera se nos desvanezcan de nuevo entre el tráfico. Mala costumbre esa de arruinar el ahora por su posible desaparición mañana. Lo cierto es que, de todo lo que hacemos, tenemos un número finito. De lo bueno y de lo malo. Es la verdad de la muerte, que nos va quitando días sin parar una sola vez a considerar que tal vez necesitemos otro para darnos cuenta que sólo ése nos queda.
Apreciar el trago de agua fresca que nos quita la sed toma un cierto ejercicio de estar presentes que a veces da pereza hacer. Es más fácil dejarse rebasar por la existencia de todos los días. Como cualquier hábito, hay que instalar una cierta atención y decidir continuar haciéndolo todos los días, hasta con las cosas pequeñas.
He encontrado dos formas de recuperar mi capacidad de asombro por la vida, la de un miércoles cualquiera a las cuatro de la tarde. Una, verla a través de los ojos de mis hijos, quienes están estrenándose en muchas cosas y que me ayudan a reconsiderar sus experiencias primeras. La segunda, considerar que pueda ser la última vez que haga lo que estoy haciendo. Cualquiera de las dos cosas me reenmarca (sí, palabra inventada) el momento y puedo disfrutarlo. Termino el día con pequeños cuadros muy vívidos que puedo archivar bajo «viví». No hay cosa mejor que pueda hacer.