Ya casi pasó un mes desde que tosí viendo hacia el lado equivocado y me dio un espasmo de película en la espalda. De ésos que molestan para levantarse y sentarse y levantar la tapa del baño. Nadar y el karate y las pesas no me dolía, pero bajar y subir al carro era una tortura. Yo, que no necesito mucho, me pasé con un nivel un poco más elevado de enojo que el que manejo normalmente. Sí, me inyecté y tomé medicina y fui a la acupuntura y probé con yoga. Nada. Ya hace unos años me pasó algo similar y, luego de una serie de exámenes el doctor me dijo que estoy defectuosa y que eso me va a seguir pasando. ¡Santo consuelo!
Hay cosas que nos duelen en el ánimo, que se manifiestan en momentos claves y que nos empujan o arrastran a cambiar lo que nos hace daño. Esa imposibilidad de levantarse en la mañana para ir a un trabajo que nos tortura. O el lazo que estruja el corazón cuando se supone que tenemos que ver a alguien al que ya no aguantamos. El ácido que nos come el estómago antes de entrar a un examen para el que no estamos preparados. Y probamos de todo: ponemos más temprano la alarma, nos arreglamos para esperar a esa persona, rezamos quinientos rosarios antes del examen. Probamos de todo menos lo que verdaderamente tenemos qué hacer.
La vida generalmente tiene soluciones sencillas, evidentes, aunque a veces no nos sean fáciles. Como mi dolor de espalda. El doctor, en ese entonces, me recetó un par de plantillas que metí en un par de tenis viejos y que no uso seguido, porque taaaaan fachuda no soy. Hasta el lunes. Y el dolor desapareció.