Las manchas

Hoy que es asueto, estoy enferma ayer que me siento a escribir el post de mañana, que es hoy, que es asueto. Culpo a la fiebre de publicar un cuento, escrito el año pasado. 

La muchacha encargada de la ropa no había podido quitarle las minúsculas manchas rojizas a la camisa blanca del jefe y había acudido, la cara torcida de la preocupación, con la señora. La contemplaron con la concentración de dos sacerdotizas tratando de invocar un conjuro complicado. La ropa del patrón no era cosa de tomarse a la ligera. No porque a él le importara demasiado, bien podía comprarse, desde la plantación del algodón egipcio, hasta la tienda de Milán en donde tenían registradas sus medidas. No. A la que le importaba que su marido tuviera impecable la ropa era a ella. No por nada era su trabajo mantener su reino bajo control. Las alfombras peinadas. Los muebles lustrados. La plata brillante. Los hijos educados. Ella perfecta. 

Era un esfuerzo continuo de dietas, masajes, ejercicios, visitas discretas a médicos con agujas mágicas, peinados que parecieran naturales, colores de cabello elegidos con precisión, ropa apenas sugestiva. Le tomaba horas recibir al hombre de la casa con el aire de ligereza con el que le quitaba el peso del día de encima.

La camisa seguía entre las dos mujeres. Una recriminación silenciosa de todo lo que tenía que hacer su dueño para que los suyos vivieran sin penas. Que, por ejemplo, anoche hubieran podido regresar de un viaje sorpresa. Sabiendo que su obra de teatro favorita era Macbeth, él la había llevado a Londres a una presentación especial. El escenario era espectacular. La caída de Lady Macbeth evocaba el vuelo de un ángel que se desploma desde el cielo, la ropa diáfana flotando tras de ella como alas sin abrir del todo. 

A ella siempre le había fascinado esa historia. No por las disertaciones acerca del destino y las profecías y la forma en la que los humanos tendemos a cumplirlas, aunque no sea necesario. Lo que la llevaba una y otra vez a contemplarla eran las palabras de una mujer que alienta a su hombre a hacer lo que sea necesario. Aunque no lo sea. 

Porque las mujeres, esos seres que se supone que se dejan arrastrar por sus sentimientos, siempre han caminado con los pies firmemente sobre la tierra y puedan tomar las decisiones más pragmáticas con tal de protegerse y proteger a su familia. Así, admiten las situaciones más extremas, si creen que con eso van a asegurar el futuro de los suyos. Las civilizaciones más sofisticadas están construidas sobre las manos de mujeres que no temieron enterrar muertos, vivir en precariedad, callar atrocidades. Porque sabían que perdurarían y, con ellas, la misma humanidad. 

Aceptar, alentar, apreciar. Podría tatuarse ese lema en la muñeca. Porque claro que aceptaba. Las largas noches de espera. La incertidumbre del regreso. Por supuesto que alentaba. Las decisiones difíciles. Las jugadas arriesgadas. Todo, para poder apreciar. El torso fuerte de un hombre seguro de sí mismo. Los lujos que ponía a sus pies. El futuro asegurado de sus hijos. 

Lady Macbeth sólo había tenido que lavarse las manos en sueños. 

A ella le tocaba sacar las manchas ocasionales de sangre de donde salpicaba algún castigo impuesto por su marido. A quien ella había aceptado de adolescente, alentado por el paso destructivo hacia la cima y de quien apreciaba lo obtenido.

En un chispazo de memoria, recordó que recién había conseguido un líquido especial. Llevó la camisa al fregadero y ella misma quitó las manchas, restregando la tela en un movimiento muy parecido al de la actriz de la obra. Qué bueno que ella no soñaba con manos sangrientas. Ella soñaba con volar. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.