He aprendido a comer muchas cosas «extrañas», aunque aún no se me antoja un hígado, por ejemplo. Con los años, la tolerancia a otros sabores me ha crecido. Recuerdo muy bien que en mi papá, esto era completamente lo contrario y cada vez le iban gustando menos cosas. Llegamos al colmo un día que, al verme preparar un huevo duro con vinagre y sal, tal y como él me enseñó a comerlos, me dijo que le parecía lo más desagradable que había visto.
Cambiamos. Es una constante. Cosas que antes tolerábamos nos parecen insoportables. Sin darnos cuenta que no es lo externo lo que es diferente, somos nosotros los que ya no somos iguales. Por eso los libros no significan lo mismo. Las personas se nos antojan lejanas. La comida nos sabe distinta. Algunas personas crecen cuando cambian. Se vuelven más tolerantes, abiertas, inquisitivas. El paso del tiempo les enseña que no lo saben todo y que les queda poco para conocer lo más que puedan. Algunas otras se cierran, enfocándose cada vez más en lo poco que les resulta familiar y se atrincheran detrás de las cosas que les son familiares.
No quiero probar jamás una cucaracha frita, por ejemplo. Tengo mis límites para nuevas experiencias. Me he subido a más montañas rusas en los últimos años que en el pasado. Hago más ejercicio ahora. Escucho música nueva. La vida es mucho más vasta de lo que puedo abarcar en una vida y qué desperdicio quedarme sólo con lo que sé. Hasta estoy dispuesta a probar hígado.