Consagrar las cosas de todos los días suena tan etéreo que se nos escapa. Mejor dicho, me suena tan cursi que lo evito. Pero en una de las lecciones de meditación, mi maestro insistió en hacer de la tarea más común un sacramento, ponerle atención, fijarse. Hoy estaba lavando mi olla de cocimiento lento y sentí el agua correrme entre las manos. Fue maravilloso en la sencillez, en fijarme en la bendición que es tener agua corriente en mi casa. No me estoy elevando a ningún plano inalcanzable. Simplemente estoy en donde estoy.
Poco a poco retomo el poder leer sin interrupciones, comer una cena entera sin ver el teléfono, lavar la ropa con intención. Eso lo es todo: la intención. El permanecer en un estado de permanencia. Las cosas cotidianas tienen un elemento sagrado por el simple hecho de que de ellas está hecha la mayor parte de nuestra vida. Si no les ponemos atención, es como pasar dormidos.
Mañana y pasado y el resto de días, no sé si logre esa claridad, pero los momentos que sí lo haga, no se esfumarán de mi memoria. Y allí está lo sagrado.