La maldición

Me incliné con miedo a olfatear la caja de madreperla donde guardo el collar de mi madre. Hace años que no siento el olor de nada, la comida no tiene sentido, el amor se quedó sin sustancia, da lo mismo comer cualquiera y a cualquiera. No había querido acercarme al lugar del recuerdo de mi madre para no comprobar que hasta eso perdí.

Durante la plaga que azotó a la humanidad, en la que todos perdimos a alguien, lo que más nos lamentamos fue la anulación absoluta de nuestro sentido del olfato. Aún existimos los que tuvimos la experiencia de sentir el aroma de nuestros hijos recién nacidos que huelen a leche y nuevo justo en la punta de la cabeza, lugar en donde toda madre que amamanta a un bebé querido fija su filiación con ese pedazo indefenso de carne. Los que enterramos la cara entre los vellos corporales del amante recién disfrutado para sellar la entrega, la memoria embotellada y guardada entre olores a pan recién horneado, mar, sal, sol y calor. Los que evocamos los años pasados y a los seres queridos perdidos por su aroma, un fantasma más entre los que se quedan a acompañarnos. Y los que disfrutamos de la comida desde el primer encuentro con el vapor que sale de la olla, la primicia que se escapa del horno anunciando una galleta. Las flores siguen siendo lindas, los colores impactan los ojos. Pero ¿cómo explicarles a los que vinieron después a qué huele un campo de lavandas cuando no hay nada contra qué compararlo? 

Desde que los seres humanos no tienen sentido del olfato, nos hemos convertido en versiones más eficientes y menos románticas. Ya nadie pide una camiseta usada para dormir envuelto en placeres pasados y futuros. Todos estamos delgados, comemos lo que necesitamos para vivir y ser cocinero ya no es un arte, sino simplemente una ciencia. Les dejamos los restaurantes a los químicos. La gente ya no siente arrebatos de pasión que cabalguen sobre el olor particular de la persona deseada. Es más transaccional y dudo que tan satisfactorio como antes.

Todas las industrias de las fragancias quebraron al mes siguiente de haberse propagado la pandemia y sospecho que debemos apestar peor que en la Edad Media. Eso de bañarse con jabones que quién sabe a qué huelen y dejar de usar desodorantes es tan primitivo que agradezco que no me sirva la nariz. 

Qué maldición se cernió sobre la existencia, porque vamos perdiendo los recuerdos de la infancia que ya no se graban de forma indeleble y aunque nos ha obligado a vivir en el momento, ya no tenemos un pasado del cual asirnos. La falta de olfato nos está borrando de la Historia. 

También nos hemos dejado de reproducir. Puede que no oler nos quite la necesidad de tener tribu, de sentir un lugar común. Nos da lo mismo un bebé que otro y así no tiene mucho sentido tener el propio, son demasiado trabajo para tan poca satisfacción. 

Creo que nos iremos extinguiendo poco a poco, por puro desinterés, observando nuestra propia desaparición con curiosidad clínica. 

Abrí la caja octagonal que siempre he tratado con reverencia y que no tocaba desde hace treinta años. Mi madre, su olor, siempre me abrazó desde ese pequeño collar de perlas que absorbieron su esencia y que me la devolvían en momentos difíciles. Estoy a punto de morir y quiero imaginarme que ella me acompaña ahora, aunque no la pueda sentir. La vida es tanto más solitaria desde que no podemos respirarnos que menos mal mis hijos murieron con la primera ola de la enfermedad, porque los conservo intactos en mi recuerdo, con su olor a vida por delante.

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