La certidumbre

Con los dos niños, quisimos saber si eran hombre o mujer. En una etapa de muy poca seguridad y menor control como lo es un embarazo, el hecho de saberle el nombre a lo que saliera era un paleativo que se agradeció profundamente. En medio de todo, pudimos planificar el color del cuarto, comprar ropa y hacer algo. El resultado final era el esperado: tuvimos dos bebés. El proceso para tener a ambos fue completamente sorpresivo.

Conocer el final de una historia, si hablamos de una película o un libro u otro tipo de entretenimiento, casi siempre nos arruinan la experiencia. Ya no tiene el factor sopresa y nuestros cerebros se aburren. Pero cuando se trata de la vida real, buscamos como humanos tener la mayor certeza posible. Le huímos al riesgo. Buscamos lo que ya conocemos.

Tal vez es una medida ínfima de ejercer control sobre una vida que poco nos deja decidir. Y también por eso buscamos cerrar los procesos que llevamos en el camino. Celebramos fechas conmemorativas. Le quitamos días a un calendario a la espera de un acontecimiento.

Cuando dejamos un proceso sin cerrar, nos quedamos con una roncha metida entre el cerebro que nos pica y que no podemos rascar. Y, aunque implique un dolor, preferimos que por fin llegue el trancazo y ya dejar de caer por el aire sin final.

La certidumbre es fregada. Nos amarra a un resultado, así como nosotros amarramos a nuestros bebés a un nombre, meses antes de nacer. Pero por lo menos por eso, no tuve ansiedad.

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