Me encanta hablar. De el libro que leo, la serie que vi o veo, de relaciones, de nadar, del karate, de escribir, de la luna, de lo que sea. Con tal de no contar nada de lo que me pasa verdaderamente. Creo que me siento más cómoda cuando estoy escuchando a alguien y no tengo que decir nada.
Antes de escribir y poder dejar en forma más permanente las cosas que nos imaginábamos del pasado, nos contábamos cosas. De la creación del mundo, de dónde veníamos, hacia dónde íbamos. Hay magia en la palabra hablada. El refrán “las palabras se las lleva el viento” no es una sentencia negativa. Es el reconocimiento de la vida que poseen las cosas que decimos. Cada palabra que escapa de nuestras bocas cobra una autonomía. Ni siquiera las podemos recoger. Una vez dichas, existen y no hay forma de ignorarlas.
Por eso las cosas que compartimos de nosotros mismos se vuelven más reales una vez contadas. Y la persona que las recibe es para siempre dueña de un pedazo nuestro. Aunque no lo quiera.
Darnos en nuestras palabras es un acto permanente, delicado, íntimo. Por eso platicamos de muchas cosas y rara vez contamos lo que llevamos dentro. Y está bien. Nuestra esencia se gasta y no siempre la podemos recuperar.