En esta época del año, saco el famoso libro de recetas de mi mamá, escrito de su mano, bordada la tapa. Tiene páginas manchadas, como debe tenerlas todo libro de recetas que se respeta, porque quiere decir que lo han usado, varias veces. Allí está cómo hacer la magdalena que pedía mi papá casi a diario y que fue mi pastel de cumpleaños todo el tiempo que mi mamá me los hizo (siempre quise uno de chocolate, pero eso es para otra historia). También hay comida que no recuerdo y, pecado de pecados, no está cómo hacer las empanadas de ciruela.
Yo uso pocos libros para cocinar, ahora todo lo saco del internet. Pero mis hijos me están pidiendo que apunte cómo cocino lo que les gusta. Tal vez ya son más notorias las canas y las arrugas y les da miedo que me entierren con mis recetas. Seguro les he pasado un gusto especial por comer cosas hechas con cariño, aunque sea un huevo con sal.
La forma más tangible que tengo de seguir conectada a mi mamá es cocinando lo que ella me hacía, que me haga recordarla, pero sobre todo, que le guste a sus nietos. Las galletas de almendra, el mazapán, el Stolen (que todavía sólo a mí me gusta)… El soufflé de camote con marshmallows que pide la niña todos los años. Y que mi casa huela a comida. Me recuerda todo a ella.