Ayer pusimos (uso esa persona del verbo con más fantasía que realidad) el árbol de Navidad en casa. Primer año que compro adornos nuevos desde que me casé y estaba muh ilusionada, con visiones de obras decorativas tipo Martha Stewart. La realidad es que el pobre está inclinado, parece lisiado de guerra con vendas por los listones y la proporcionalidad de las bolas es sólo una aproximación.
Hay una trampa en las expectativas: se parecen a los planes, pero nos decepcionan. Creo que queda en la rigidez del resultado, la imagen fija que tenemos de algo en específico que nunca, o muy pocas veces es lo que obtenemos porque siempre salen las cosas distintas.
Lo peor de todo ese proceso es que no nos quedamos contentos con lo que logramos, comparándolo siempre contra el ideal fantasioso que sólo existe en nuestra mente. Los planes están bien. Creo que no podemos pasar la vida a la deriva. Pero también nos sirve un poco de flexibilidad y de cariño hacia nosotros mismos.
El árbol no puede salir en una revista de decoración. Pero sí puede estar en mi casa y, ya encendido, a mis hijos les gusta. Tal vez me salga mejor el otro año.