Nunca me he sentido verdaderamente parte de la sociedad como grupo. Probablemente sea desde mis tiempos de colegio en los que fui la recha oficial. Ser hija única tampoco ha de haber ayudado. Ahora que estoy en lo que estadísticamente es probable que sea la mitad de mi vida, puedo ver con cierta separación emocional el proceso ese de haber crecido conmigo misma.
Sigo queriendo atención, pero no me gusta tanta ni tan frecuente como yo hubiera pensado hace algunos años. El concepto de espacio personal que no hubiera podido definir en mi adolescencia, pero del que disfruté en abundancia, es ahora una de mis más preciadas posesiones. Puedo encontrar con precisión matemática en dónde residen todas mis inseguridades, aunque no me las haya podido quitar todavía. Conozco mis vicios y me alejo de mis tentaciones porque sé que puedo resistirlas.
Estar afuera de lo que se mira como «normal», no implica que sea excéntrica, ni que tire al carajo todas las reglas sociales, ni que desdeñe papeles tradicionales. Para mí, no ser parte del grupo desde el principio sólo me ha servido para observarlo y decidir entrar o no de forma más pensada, no por inercia. Esto me ha costado el doble de esfuerzo, porque es una dicotomía extraña entre unas ganas de pertenecer a algo más grande que yo y el cuestionamiento constante de cosas que se dan por sentadas y con las que no comparto.
También creo que nadie es completamente parte del grupo, ni nadie está completamente fuera de él. Hay grados que simplemente se adaptan a las necesidades de las personas. Y eso está bien. Yo tengo mi propio grupo, al cuál pertenezco. Lo bonito es que ya no es como cuando era adolescente, cuando ese grupo estaba formado por una membresía de uno.