El niño va a aprender a manejar y está emocionado porque ya no va a depender de mí. Y yo estoy atesorando cada minuto que paso en el tráfico con él. Las mejores conversaciones que he tenido con él han sido en el carro.
Sucede un fenómeno extraño cuando uno va manejando que propicia las pláticas. De todo tipo. Tiene algo qué ver con la ausencia de verse a los ojos, el espacio compartido a la fuerza y el no tener nada más qué hacer.
Recomiendo altamente subir al adolescente al carro e ir a tomar un helado. Dejar que hable. Escuchar y preguntar. Poner su música. Compartir la de uno también. Y guardar cada uno de esos viajes. Porque la licencia es la marca inequívoca del fin de la niñez. Y está bien. A veces el tráfico es terrible.