Mi mamá siempre me hizo los pasteles de mis cumpleaños. Invariablemente eran magdalenas cubiertas de turrón de claras batidas con miel. Y, por supuesto, yo quería pasteles de chocolate. Porque cuando era niña, mi mamá decidía. Cosa que ha cambiado sustancialmente con mis hijos.
Entiendo, porque lo tengo, el deseo de hacer las cosas para ellos por mí misma. Es un acto de servicio amoroso, que busca complacer al ser querido. Y hoy, pensando en que qué complicado hacer el pastel que quiere el niño, me di cuenta que tiene hasta más mérito comprarlo y ser felices todos. Porque a él le da lo mismo. No será lo mismo con la niña, pero eso me toca hasta en septiembre.
Cuando se trata de dar cariño, el propósito es lo que cuenta, pero sólo si se entrega a través del medio adecuado. Si se trata de llenar una cubeta con agua, de nada sirve que el chorro quede fuera. Así que compraré el pastel. Que no va a ser una magdalena.