La niña, luego de un fin de semana de no comer más que cosas de caja, amaneció con dolor de estómago. De esperarse, comprensible y completamente perturbador del lunes y sus vueltas. Porque, cuando uno de los dos está enfermo, me toca quedarme con ellos, viendo caricaturas o acostada con ellos, dependiendo de la gravedad.
Así que he pasado en mi cuarto, viendo salir el sol, viendo pasar varios programas de niños y viendo cómo me duermo y despierto como si la enferma fuera yo.
El tiempo que pasamos haciendo cosas que no están dentro de nuestras actividades normales se siente elástico. Como irse de vacaciones, entrar a un curso especial, hasta estar en cama con alguna enfermedad. Tal vez dan ganas de no haberlo «desperdiciado». Piensa uno en tantas cosas que pudiera estar haciendo. Pero la pausas también sirven, aunque sean involuntarias. No siempre se puede hacer todo lo que uno quiere. Ni aún cuando se está con algún impedimento. Y está bien.
Aproveché para reconectar con lo que está viendo la niña, para escribir, para leer y para dormir. Y dormir. No es tiempo perdido, es tiempo metido en el frasco que contiene ese líquido viscoso y brillante de los momentos vacíos invertidos en no hacer nada.
La niña se curó a la media hora de haber pasado el bus. Normal.