El transcurso del tiempo en nuestras vidas es una cosa tan relativa como que tenemos que confiar que un minuto se viene detrás del siguiente y que lo que hemos vivido en realidad sucedió. Creo que uno de los descubrimientos que más me ha impactado últimamente es el que demuestra que cada vez que sacamos un recuerdo del lugar en donde lo guardamos, lo cambiamos, sutilmente. Así es como todo de lo que estamos hechos, las experiencias que nos han formado, no son como las recordamos. Seguro ni siquiera lo fueron en un principio, porque nunca tenemos una idea completamente certera de lo que sucede, carecemos de toda la totalidad absoluta (así, con redundancia) de la realidad.
Ver a una persona y pretender que sea la misma que guardamos en la memoria, todos los días, es querer vivir con una fotografía que no cambia. Imposible. Todos dejamos de ser los mismos. Siempre. El truco está en conocer todos los días a esa persona, aunque creamos que ya les sabemos hasta lo que ellos olvidaron. Hay magia en no dar por sentado a nadie. Existe la posibilidad de descubrimientos diarios, a veces tan sorprendentes como cuando comenzamos a encontrarnos. El cambio y la adaptación son los límites de nuestra supervivencia, como especie y como personas sociales.
Nada es como lo recordamos, porque todo cambia, hasta nuestros recuerdos.