Uno rara vez tiene amigos nuevos cuando ya es adulto. La mayoría de personas conservan a sus amigos del colegio, algunos de la universidad y allí están bien. Para los pocos como yo que no tuvimos casi ninguna amistad de jóvenes, nos toca hacerlos ya más viejos, con todas las dificultades que eso conlleva. Porque con las personas que uno creció, ya hay un pasado en común que no hay que volver a visitar. Uno sabe más o menos cuál es su historia familiar, gustos, logros. Son atajos. Y, como todos los atajos, también tienen la desventaja que abrevian la historia, dejando fuera muchos detalles que podría valer la pena volver a explorar.
El cerebro toma atajos todo el tiempo. Como no tener que pensar a detalle la ruta de vuelta a casa. O no tener que fijarse con demasiada atención en la cara de la pareja. Llena las faltantes y sigue, porque tiene que avanzar. No daríamos dos pasos seguidos si tuviéramos que volver a aprender a caminar cada vez que queremos hacerlo. Y probablemente vamos acarreando defectos de lo mal aprendido.
Conocer personas nuevas a cierta edad requiere un esfuerzo. También requiere que uno decida qué le interesa saber. Aunque se tome la ruta escénica, ni así todos los detalles son relevantes.