Shakespeare decía que una rosa con cualquier otro nombre olería igual de dulce. Y, claro, el nombre en sí no lleva la esencia de la flor, pero sí su concepto y como tal, es hasta más importante. Los humanos tenemos la capacidad de tener conceptos abstractos de cosas concretas. Digamos, por ejemplo, que pensamos en una rosa y no necesariamente se nos viene a la mente la del jardín de la casa de la abuela, sino una rosa común que no existe más que en nuestra mente y es el símbolo para todas las demás.
Poder darle una denominación en común a conceptos abstractos es la base de la comunicación. Que cuando yo diga amor sea lo mismo que entiende mi pareja. Allí entre la especificidad, como me gusta recalcar en Tuiter cuando piden desnudos y no dicen de quién. Poder llamarte por tu nombre me permite interpelarte y conocerte, afianzar tu esencia en mi mente.
Me encanta tener la palabra específica para las cosas que quiero. Lamentablemente, pierdo el nombre de las personas entre el desorden de mi mente y a veces, me tengo que conformar con que una Ofelia sea igual de dulce que una Rome. O como sea que se llamaba la abuelita.