Cuando no queda de otra

Salí a correr. En lo que podía, porque tenía más de un año de no hacerlo. Tampoco es que esté entrenando para una maratón, así que me lo tomé con calma. Detesto correr. Me duele la cintura, no he logrado encontrar mi ritmo y no avanzo. Pero lo hago. Porque la piscina está helada y no quiero morir en el agua, congelada. Traté, me dolió hasta el recuerdo de la juventud perdida. No hay forma que me meta a esa piscina antes de febrero. Así que tengo que hacer algo diferente. Ergo, correr.

Las cosas que hacemos no siempre nos gustan, pero las terminamos porque nos llevan a un lugar que buscamos. Como practicar un instrumento, o hacer planas, o escribir estas tonteras todos los días. El ejercicio repetitivo nos permite liberar la mente al momento de ejecutar. En el karate se dice que hay que hacer las katas tantas veces como para que se nos olviden. No lo entiende uno hasta que está en el examen y no quiere estar pensando cuál movimiento toca, porque igual no lo recuerda. Pero el cuerpo lo hace solito y allí se va uno. Haría la analogía de montar bicicleta y nunca olvidarlo, pero nunca aprendí, así que no me queda bien.

Todos necesitamos un momento de descarga, algo que nos exija un esfuerzo incómodo, porque eso nos enfoca en lo que hacemos y nos libera la menta de todo lo que andamos arrastrando. Antes, cuando decidí que iba a correr, decía que lo hacía, no para alejarme de mis problemas, si no para alcanzarlos y patearlos. Ahora nado con la misma mentalidad, pero no hasta que caliente el sol.

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