En el colegio hacíamos matemáticas con pluma fuente. Con ese sentido del orden germánico que nos metieron entre números y letras, no dejaban que borráramos; teníamos que tachar nuestras faltas con una línea recta hecha con regla y volverlas a hacer. El error permanecía visible, pero anulado, por decirlo así. Limpio, radical. Tratar de borrar un trazo en lápiz siempre deja huella. Y ni me hablen del abominable «liquid» que deja una masa infesta que le grita al mundo que hay algo que nunca debió existir debajo.
Nada de lo que uno hace puede dejar de existir. Deja una huella a su alrededor que se puede rastrear hasta por la energía gastada en su lugar. Cada palabra, gesto, pensamiento, llevan una existencia en sí mismos que se acumula. Los errores que cometemos existen, por mucho que los tratemos de enmendar. Las consecuencias que van dejando se apilan, sobre todo las que están fuera de nuestro alcance corregir. Tratar de ignorar es apagar la luz en un cuarto que debemos saber navegar. Las cosas existen, por mucho que queramos ocultarlas. Es más ordenado y práctico, aceptar que fueron, que tuvieron un impacto que probablemente cambió el curso de nuestra historia y continuar.
Los errores en la vida no son tan fáciles de corregir como una suma mal hecha, pero tampoco significan algo insuperable. Sólo hay que estar dispuesto a volver a comenzar la ecuación y hacerla bien la siguiente vez.