Aun tomando en cuenta que mis dos papás murieron el mismo año (2006), puedo decir sin temor a equivocarme que este, el 2017, ha sido el peor año de mi vida. Ha sido un año de muchas pérdidas personales, de una transformación de vida a la fuerza, de estados emocionales semejantes a quedarme estancada en fango.
Estoy acostumbrada a tomar decisiones, cerrar círculos, avanzar. Y no he podido hacerlo. Entre los pocos logros que tengo es estar. Al menos eso siento.
Sin embargo, mientras escribo todo esto en tonos tan agrios y oscuros, recuerdo los momentos de luz. Haber escrito una novela. Haber trabajado con personas maravillosas. Haber conocido gente fantástica. Haber conservado a mis amigas a pesar de mi estado calamitoso. Haber hecho galletas con mis hijos.
El año está terminando en una nota amarga. Y no puedo dejar de pensar que es adecuado que termine así.
A veces hay que comenzar de cero. Y hacerlo varias veces. Porque el fin nunca marca el verdadero desenlace de nuestras historias, sólo el comienzo de nuevos ciclos.
Espero, sinceramente, que haya terminado de atravesar el pantano y pueda volver a avanzar. Al menos sé que sigo.