Me gusta hacer bien las cosas. Lo bueno es que no me da pena hacerlas mal. No siempre ha sido así. En casa, mi papá no me dejaba cocinar, porque no le gustaba cómo me quedaban las cosas. No lo culpo, quedaban horrendas. Pero, sin mi mamá que me haga las cosas, no me ha quedado más remedio que probar yo.
La única manera de aprender es cometiendo errores y no volverlos a hacer. Tal vez tiene mucho qué ver con falta de vergüenza, de esa en la que uno se permite admitir que no sabe. No me da pena decir que no sé. Como hoy que hice el oso de pedir ayuda cinco o siete veces en la estación de autopago en el súper. La próxima vez ya lo hago mejor. Espero. Igual no seré la única que necesite asistencia. Pero si no pruebo, me pierdo de algo que puede ser mejor que lo viejo.
La vergüenza debe servir sólo para las cosas malas, no para los errores. Hacer el ridículo no es malo, es educativo. Y siempre se puede volver a hacer otro pastel.