Lo mismo, pero diferente

Detesto los matamoscas. Me parecen asquerosos. Además que no soy muy buena usándolos. Pero detesto más las moscas (mi mamá, quien era la dama con el vocabulario más limpio sobre esta tierra, decía «moscas putas»). Y he tratado de aniquilarlas de otras formas: zapatos no, porque empujan aire y la desgraciada sale volando. Insecticidas en spray tampoco, porque se van antes que les caiga el veneno. Las lucecitas esas que las achicharran me dan ñáñaras. Y ni me mencionen los tapes en los que se quedan pegadas. Wá-ca-la. Entonces no queda de otra que tener un matamoscas. Recientemente perdí el de la casa y estuve meses buscando otro en el súper. Cada vez regresaba decepcionada, porque había pasado por el pasillo donde debería existir ese artefacto y nada. Resulta que sí había, sólo que no en la forma en la que yo me recordaba que existían.

Muchas veces nos quedamos tan trabados con la imagen de algo que queremos que podemos pasar al lado de lo mismo, en otra forma y no reconocerlo. Pasa cuando nos cambian el empaque de un producto. Cuando se cambia de lugar nuestro restaurante favorito. Para ejemplos un poco más trascendentes, pasa con conceptos como el amor y el éxito. Todos tenemos una idea de cómo se tienen qué vivir ambos y, como estamos casados con una imagen rígida, no sabemos que los tenemos hasta muy tarde.

El amor no es como nos lo pintaban los cuentos de hadas, pero sí es. El éxito no es como en los anuncios, pero sí existe. Queda en cada uno reajustar ese retrato a lo que existe en la realidad, lo cual no es lo mismo que conformarse. Es saber reconocer la esencia y tomarla en cuanto está cerca.

Ya no hacen (o por lo menos ya no los venden en el súper al que voy) los típicos matamoscas cuadrados. Ahora son en forma de manita. Pero igual son matamoscas. Compré cuatro.

Estoy cansada

Ya llegué a ser tan adulta, que despierto más cansada de lo que me acuesto. Es una broma perenne esa de que uno sabe que ya creció, porque siempre tiene sueño. Y es cierto. Creo que antes mis vacaciones ideales involucraban parranda, paseos, parques. Ahora sólo quiero pasar de morsa en una silla cómoda y que la comida y bebida vengan a mí. A veces, hasta me da un poco de ganas eso de enfermarme para pasar en cama… Y es que yo no tengo las energías de mis hijos (no sé si alguna vez las tuve). Tengo que pelear con ellos para que hagan una siesta. Yo hago una siesta y no hay grúa que me levante de la cama.

Estoy tan ocupada, que encuentro más tiempo para hacer un montón de cosas que antes no podía. Es como si entendiera que tengo que aprovechar hasta el último minuto que vivo en la consciencia antes de cada noche. Mi horario lo guardo como un tacaño a su dinero y sólo lo gasto en lo que me es más importante. Cada hora robada a la noche (para dormir) es sopesada contra los beneficios que me pueda aportar. Si no compensa lo devastada que me levanto al día siguiente, la actividad no vale la pena. Y eso me parece excelente.

Poner prioridades claras ayuda a tener días más satisfactorios. Si logramos desechar de nuestro esquema lo que no compensa nuestro tiempo, logramos terminar cansados, pero contentos. Igual nos vamos a morir, mejor pasar viviendo lo que más nos gusta, con quienes más queremos. Hasta debemos tener espacio para no hacer nada, con nadie, para estar solitos. Aunque sean 15 minutos.

Anoche acompañé a Mario a una entrevista y regresamos tardísimo para mis estándares. Pero estuve con mi marido, comimos comida que no preparé yo, platicamos y estuvimos solos. Hoy estoy un poco más zombie que los de TWD, pero el recuerdo de anoche me paga el cansancio. Eso, y que sí hice siesta. Igual muero por mi cama.

Una mano

pequeña, que se siente segura tomando la mía para cruzar el mundo

una menos pequeña, que se mide contra la mía, ansioso de crecer y comerse el mundo

una grande, que encuentra la mía, la izquierda, para compartirnos el mundo

 

La verdad es un golpe

Cuando estaba comenzando el proceso de la declaratoria de nulidad de mi matrimonio (historia para otra ocasión), en el camino al tribunal eclesiástico estaba una mega-manta con la imagen de Monseñor Gerardi y la cita: «Conoceréis la Verdad y la Verdad os hará libres.» Independientemente del contexto religioso que tiene esta frase, sigue siendo la clave de la vida destilada en su más pura expresión. Leí eso y tomé el valor que necesitaba para afrontar una travesía que duró un poco más de un año calendario y una existencia emocional entera. Pero la sobreviví, gracias a admitir una verdad propia que me liberó.

En esta época en la que no nos gusta lo real, buscamos por todos los medios de ocultarnos tras lentes cada vez más opacos. No en balde las fotos «normales» ya llevan más filtros que purificadora de agua. Preferimos someternos a cirugías peligrosas y de dudosa durabilidad con tal de no aceptar el paso de los años o la necesidad de cambiar nuestro estilo de vida. Les llenamos a los niños la cabeza con mentiras disfrazadas de «fantasías» para protegerlos de cosas que son más claras que la luz del sol. Nos sentimos tan inútiles como raza humana, que le tenemos miedo a la verdad y la describimos como «dura, cruda, cruel».

La verdad, la realidad, no es un golpe que recibimos. Es la espada que nos corta las ataduras. El problema es que les hemos agarrado cariño a las cosas que nos tienen atrapados y nos duele que nos las quiten de encima. Supongo que el buey también extraña su yunta.

Tuve que tomar pruebas psicológicas exhaustivas durante la declaratoria. Me hicieron preguntas acerca de mi conducta que no me hubiera contestado voluntariamente ni a mí misma. Pero cada vez que estaba a punto de esconderme tras medias verdades, me recordaba de la manta y afrontaba mi realidad como era. Y fui libre.

Decisiones

«¿Mama, me puedo comer un helado?» «Amor, ¿qué hacemos el fin de semana?» «Tengo fiesta, ¿qué me pongo?» O, qué se hace al almuerzo, por dónde me voy a recoger a los niños, si está lloviendo será prudente salir, qué le compro al fulanito de cumpleaños… Uno va por la vida tomando decisiones de las cosas más triviales. Lo simpático es que el cerebro no sabe distinguir entre escoger a cuál restaurante ir y si se debe o no uno casar con x o y (u operarse algo, o cambiar de trabajo o cualquier otra cosa importante).

La toma de decisiones involucra un proceso de análisis de la información que se tiene, de asignación de valor a eso que se conoce, de comparación de niveles de satisfacción entre una posibilidad y otra y, por último, la acción decidida. Este proceso se repite siempre, no importa si lo hacemos de forma consciente o no. Y cansa. No sé ustedes, pero yo termino echando humo de la cabeza en un día normal de tantas cosas banales que tengo a mi cargo.

Allí es cuando caemos en rutinas que nos facilitan no tener que esforzarnos en analizar. Vamos a los mismos restaurantes, agarramos por los mismos caminos, vemos el mismo tipo de películas, escuchamos la misma música. Nos montamos en decisiones que ya tomamos previamente, sin detenernos a pensar que tal vez sería bueno hacer un cambio. Esto es aún peor cuando seguimos con amistades nocivas, en relaciones que no van a ningún lado, en trabajos que nos tienen agobiados y con costumbres que nos matan. Decidir es un verbo activo, que requiere que nos movamos. A veces da hueva. Pero, una de las condiciones para determinar si hay vida, es que haya movimiento. ¿Qué es de nosotros cuando nos quedamos inmóviles?

Tal vez lo que más me consuela al final del día, es que me duele la cabeza porque tengo alguna agencia en mi vida y por eso es que tengo que escoger tantas cosas. Prefiero eso, a que alguien más lo haga por mí, aunque a veces desearía ser acarreada.

Una sola vida

Mi mamá quería que yo aprendiera a tocar un instrumento, a pintar en acuarela, a montar a caballo y a jugar tenis. Pregúntenme cuáles de esas cosas sigo haciendo. He escuchado muchas veces el «yo siempre quise hacer x o y cosa y por eso me he sacrificado para que tú lo puedas hacer.» Aprendí a comer según un horario, porque mi mamá comía a deshoras. Crecí con pavor a engordarme, porque mi mamá tuvo problemas de sobrepeso toda su vida. El lema «todos los hombres son coches» lo escuché desde muy pequeña.

Claro que es imposible no moldear a los niños que uno tiene. Al final del día, para eso es un padre, para formar personas de bien, según los propios criterios. También, la transmisión de la experiencia previa propia es una de las mejores herencias. Los que tenemos la fortuna de convivir con nuestros hijos y encarrilarlos por donde creemos que deben ir, no podemos dejar de imprimir en ellos nuestro sello, así como tienen nuestras facciones, o imitan nuestros gestos.

Se vuelve complicado cuando resultamos queriendo vivir vidas ajenas a las nuestras. Mi hijo es una persona aparte de mí, con preferencias distintas y sueños en los que vamos a variar. No es una extensión mía y me lo tengo que recordar cada día. Peor con la niña. Hay un esfuerzo necesario en conocer a los hijos como seres humanos en sí  mismos y no dar por sentado que van a hacer todo lo que les digamos.

Liberar de esa carga no sólo es para ellos, es para mí también. No necesito depender de uno de mis hijos para obtener lo que siempre quise. Yo lo puedo hacer por mí misma. Y ellos están libres de vivir sus propias vidas.

La peor compra

En cuestión de modas, a las mujeres nos suele llevar la trampa. Es muy rara la chava promedio en la calle que parece modelo de pasarela. Muy rara. Y, ni de pasarela, ni de vallas, ni de revistas… O sea, es como las hojuelas de las portadas de los cereales, que resulta que escogen de entre 100 cajas. Obvio que no van a poner en la foto el pozolito que queda al final de la bolsa, ese que rápido se hace una masa con la leche. Entonces, una llega a la tienda, ve la blusa llena de vuelitos que a la tipa de la vitrina se le ve preciosa, se la compra ilusionada porque le quedó y ¡zas! Que parece piñata con flequitos.

Nuestras peores compras siempre suelen ser las que hacemos cuando nos dejamos convencer que somos alguien diferente. Y no necesariamente las pagamos con dinero. Les damos nuestra forma de ver el mundo, a los demás y a nosotros mismos. Sin ánimo de victimizar, pero a las mujeres en especial se les encasilla en roles estrechos y dificilísimos. Termina uno teniendo que ser una especie de súper Martha Stewart, con niños perfectos, maridos complacidos, carreras exitosas y cuerpos sin grasa y con curvas. ¡Joder! (Ah sí, eso también, porque ahora hay que cojer como si fuera uno porn.star.)

Compramos nuestra cosmovisión con nuestras ilusiones y la pagamos con esfuerzo, trabajo y entrega. Si lo que obtenemos a cambio es una vida satisfactoria, que nos llena según nuestras propias expectativas, que nos permite crecer dentro de nuestra realidad y que nos da agencia sobre nuestro propio futuro, la adquisición es excelente. Pero si sólo nos dan más traumas, complejos y sentimientos de inferioridad, ¿para qué la queremos?

Eso de tragarme que no puedo ser una mujer adulta seria con tatuajes ya me lo quité hace ocho (o nueve). Que tengo que estar arreglada de salón porque qué facha, sobre todo a mi edad, me lo tomo con un par de Keds. Que tengo que gastarme una fortuna en comprarme lo último de una moda que probablemente no me quede bien, ya lo superé desde hace ratos. Las cosas materiales son fáciles de identificar. Los complejos, esos que me susurran que estoy gorda, que las arrugas ya me están quitando lo bonito, que estoy metiendo la pata con los niños, ésos son perniciosos. Tengo qué escoger cuáles son menos caros. Y recordarme de no comprar esa cochina blusa con vuelos en el escote.

Mi vida en suspenso

Recuerdo el tiempo en que no hice recuerdos

Existía para sobrevivir y vivir más tarde

Guardaba mi cariño, porque no quería querer

Respirar y moverse no es lo mismo que estar

Tengo siete años que me debo a mí misma

Hay un agujero en mi existencia que no puedo llenar

Porque no lo viví

Me perdí teniendo brújula, sólo por no querer usarla

Morí esos años y llevo aún mi duelo en alguna parte

Menos mal, sí existe la resurrección y pude quitar el botón de pausa

Drama, drama, drama

«Me duele la cabeza. Y nunca, en la historia de personas con cabeza, ha existido un dolor igual de doloroso. Jamás. Además, nadie se lo puede ni siquiera imaginar. No pretendan decirme que a ustedes también les ha dolido la cabeza alguna vez. No saben lo que se siente.» Y pues sí, nadie está dentro de la cabeza de alguien más y por eso, como decía mi santa madre, mi catarro siempre es más fuerte que el tuyo.

Pero, ¿cuál es la gana de hacer drama? Por un dolor o por cualquier otra cosa. La vida está llena de cosas desagradables. Y si les ponemos atención, se nos va a poner la cara agria y arrugada, como si estuviéramos metidos en el basurero oliendo caca. Los sentimientos tienen una justa dimensión y está en uno potenciarlos. ¿Por qué gastar energías emocionales en agrandar los negativos? Estoy de acuerdo que esconderlos o negarlos es malo. ¿Pero a quién le gusta estar con o ser la persona de la boca torcida para abajo?

Tal vez no se trate de ir por la vida con lentes color de rosa. Tal vez no sea realista siempre estar de buenas. No es un estado emocional que yo maneje. Pero tampoco ando por allí tratando de verle el lado feo a todo. Yo sé que está allí: el dolor, lo malo, lo feo, lo torcido, eso es fácil de identificar. Requiere un poco más de esfuerzo ver lo bonito, lo perfecto, lo amable. Pero también existe. Y prefiero gastar mis energías en eso, o simplemente alejarme cuando de verdad no se lo encuentre. Y, si me duele la cabeza, me voy a dormir y ya. Porque sí, mis migrañas son excesivamente duras 🙂

Reconocimiento

Hay temas que me engasan. Como el de para quién se hace el arte. Muchos dicen que es sólo para el propio artista, que la opinión de un público que no está dentro del proceso creativo, es irrelevante. Parada frente a un cuadro de Pollock, es fácil pensar que a Mr. Jackson le valía un pito la opinión del observador. Pero luego están los renacentistas (Leonardo, Miguel Ángel, etc.) que eran mantenidos por familias ricas quienes les daban casa, comida, patrocinio, etc., con tal que pintaran cuadros porque les gustaban. O sea: ser punk está muy bien, hasta que hay que pagar el súper.

La creación conlleva un paso de presentación. Uno no tiene un hijo para esconderlo, al contrario, lo saca y lo enseña orgullosamente al mundo, ya que él haga su propia huella. Algo así podría pensar uno que es cualquier otra cosa. El ejemplo más obvio de querer que un tipo de arte sea apreciado es la comida: nadie cocina para que a la gente no le guste. Pero ni unos huevos. ¿Por qué va a ser diferente con un cuadro, una novela, una canción? Podremos hacerlos para un grupo reducido de gente, obvio no a todo el mundo le va a gustar un plato de lenguas de golondrina (existe, créanme). Pero a más de alguien le entusiasmará y allí encontramos un reconocimiento externo, que tal vez no era nuestra meta principal, pero que se siente bien.

Y allí está el punto. Uno hace las cosas porque las tiene que sacar (¿o qué, ustedes creen que las confesadas que a veces me echo por aquí son todas agradables?). Y las crea para que sean auténticas, para que tengan vida propia y, sobre todo, para que ya no lo posean a uno. Esa es la meta principal. Una vez se exorciza una idea, ya se puede compartir. Y se siente muy bien saber que a más de alguno le resuenan las cosas que le rondan a uno por el cerebro. Yo tal vez no me sentiré fascinada por los lienzos violentos de Kandinsky, pero los aprecio. Dudo que, si se hubiera enterado, le importara demasiado. Pero sí un poco.