Detesto los matamoscas. Me parecen asquerosos. Además que no soy muy buena usándolos. Pero detesto más las moscas (mi mamá, quien era la dama con el vocabulario más limpio sobre esta tierra, decía «moscas putas»). Y he tratado de aniquilarlas de otras formas: zapatos no, porque empujan aire y la desgraciada sale volando. Insecticidas en spray tampoco, porque se van antes que les caiga el veneno. Las lucecitas esas que las achicharran me dan ñáñaras. Y ni me mencionen los tapes en los que se quedan pegadas. Wá-ca-la. Entonces no queda de otra que tener un matamoscas. Recientemente perdí el de la casa y estuve meses buscando otro en el súper. Cada vez regresaba decepcionada, porque había pasado por el pasillo donde debería existir ese artefacto y nada. Resulta que sí había, sólo que no en la forma en la que yo me recordaba que existían.
Muchas veces nos quedamos tan trabados con la imagen de algo que queremos que podemos pasar al lado de lo mismo, en otra forma y no reconocerlo. Pasa cuando nos cambian el empaque de un producto. Cuando se cambia de lugar nuestro restaurante favorito. Para ejemplos un poco más trascendentes, pasa con conceptos como el amor y el éxito. Todos tenemos una idea de cómo se tienen qué vivir ambos y, como estamos casados con una imagen rígida, no sabemos que los tenemos hasta muy tarde.
El amor no es como nos lo pintaban los cuentos de hadas, pero sí es. El éxito no es como en los anuncios, pero sí existe. Queda en cada uno reajustar ese retrato a lo que existe en la realidad, lo cual no es lo mismo que conformarse. Es saber reconocer la esencia y tomarla en cuanto está cerca.
Ya no hacen (o por lo menos ya no los venden en el súper al que voy) los típicos matamoscas cuadrados. Ahora son en forma de manita. Pero igual son matamoscas. Compré cuatro.