La guía está afuera

Me encantan los gatos. La forma en la que se mueven, sigilosa, poderosa, su suavidad y agilidad, todo me parece precioso. Me encantaría parecerme a un gato. Pero creo que me parezco más a una paloma. No precisamente por la forma del cuerpo (espero), sino porque yo también me inflo con el arroz. Es una desgracia, no me puedo comer ni un rollo de sushi sin sentir que exploto. Otra cosa en la que me parezco es que, casi siempre, encuentro el Norte sin necesidad de una brújula. Es como que tuviera mi propio sistema de navegación interno. Lo cual me sirve para lo mismo que nada, porque no es como que yo vaya a emigrar a ninguna parte.

Y resulta muy simpático porque todo lo que nos sirve de guía en nuestras vidas, queda fuera de nosotros: un faro, el Norte magnético, una estrella, el sol, la luna… Todo eso es externo y durante toda nuestra existencia nos hemos dejado conducir por esos puntos inamovibles. En nuestra modernidad usamos satélites, pero al final es lo mismo. Igual en nuestras vidas. Muy difícil mantener un rumbo si sólo nos dejamos llevar por lo que tenemos dentro. Para todas las travesías grandes necesitamos algo que quede más allá nuestro, que nos sirva de motivación, de horizonte, de punto fijo. Puede ser el deseo de cumplir una meta, o un valor al cuál nos queremos apegar, el ejemplo de una persona o hasta el simple amor que quiere merecerse.

No se ha logrado nada grande en el mundo sin un objeto fijo a qué llegar. Y resulta muy importante conocer cuál es el que rige nuestras vidas, para no decepcionarnos cuando al fin llegamos a donde está. El mío es una vejez disfrutada en la mejor salud posible, al lado del hombre con el que mantuve creciendo un buen amor y unos hijos convertidos en personas de bien y con un Norte propio. Probablemente seguiré sin poder comer sushi. No se puede todo en esta vida.

Todavía me puedo sorprender

Hay realidades tristes que me siguen afectando, pero que ya no me asombran: que haya niños abandonados, gente muerta por un celular, políticos ladrones. Tal vez es porque caen dentro de mi cosmovisión un tanto pesimista de la naturaleza humana. Creo que somos capaces de hacer cosas buenas y malas y que el ejercicio de esa capacidad es lo que nos hace buenas o malas personas.

Pero, por lo mismo que tengo una idea de lo que podemos/debemos hacer, mi compañeros de especie todavía logran hacer cosas que me toman desprevenida.

No entiendo, por ejemplo, cómo la gente agarra en contravía una calle. Se me escapa el por qué no esperan a que los ocupantes de un elevador salgan antes de arrempujarse para entrar. Me encachimban los papás que sueltan a sus hijos cual trogloditas en los juegos de lugares públicos sin supervisarlos.

Hace poco, llegué al colmo de mi sorpresa. Me recordaron que los prejuicios siguen vivos y coleando y que hay papás que se encargan de transmitir sus infecciones mentales a sus hijos. Menos mal que, en la misma conversación, también me topé con un ejemplo de lo mejor del espíritu humano.

Somos capaces de rescatar a la humanidad. Tenemos el potencial de ser verdaderos administradores del mundo, ejemplo para nuestros hijos, héroes de nuestras propias vidas. Espero poder escoger eso y no dejarme vencer por mi otra inclinación.