Cambio de costumbres

Todos los viernes, abro una botella de vino. No lo hago entre semana, casi no lo vuelvo a hacer después. Pero… hay que cambiar de costumbre porque en el último año mi cuerpo hizo un salto cuántico y así gané peso. Es lo que hay, 49 años no son los mismos que 39, por mucho que yo creía que iba a estar inmune. Entre la frustración y el desconsuelo, me terminé persuadiendo que es mejor saber que no hacerlo y ya me voy a sacar los exámenes que me hacen falta.

Uno se acomoda en la costumbre cuando todo sale bien. Lo que pasa es que hay otras cosas alrededor que sí cambian y a las que hay que adaptarse, mejor antes que después. Los animales se vuelven viejos, los hijos crecen, el cuerpo quiere otras cosas. Y, si uno no se mueve, los cambios lo mueven a uno hacia donde uno no necesariamente quiere ir.

Así que me quité el vino de los viernes (y el resto de días), me sacaré los exámenes el otro sábado y tomaré las medidas que necesite. Porque puedo cambiar de costumbres para regresar a como me gusta estar siempre.

A verde

Hueles a grama

cuando sale el sol

y brillan las gotas de agua.

A selva recién plantada

a sombra fresca bajo un árbol.

Hueles a verde, a nuevo,

a todas las posibilidades

a humo mágico

y a mi lugar favorito.

Cancelaciones

Cancelar planes es un placer reservado a cierta edad. Uno los hace con entusiasmo y, cuando se avecinan, se arrepiente. Es un alivio poder decir “perdón, ya no puedo por…” y dar una razón válida. “Porque ya no quiero” no la es, aunque sea verdadera.

Salir, estar en un lugar extraño, forzarse a conversar, puede ser horrible. Al menos imaginárselo. Porque cuando ya estoy allí, me la paso bien y vuelvo a hacer planes para una siguiente vez, echando a andar de nuevo un ciclo interminable. Quisiera poder decir que no antes, o no arrepentirme después.

Tal vez con la edad uno ya no sienta necesidad de llenar cada segundo del día con entretenimiento. Y también puede ser que la compañía de terceros ya no sea tan necesaria. Cada vez puedo pasar más tiempo sola. Y cada vez tengo mejores amistades con quiénes compartir. Por eso siempre termino haciendo planes y evito cancelarlos aunque me den ganas.

Compañía

Siempre he tenido gatos. Digan lo que digan, son mascotas cariñosas que se pegan con uno. Me siguen por todo el segundo piso, esperan estar conmigo y demuestran de muchas maneras que me quieren. Y ahora también tengo perros. La comunicación es totalmente distinta. No por nada tenemos tanto tiempo de evolucionar juntos. Es más fácil, seguro.

Cuando uno tiene relaciones, hay unas más fáciles de descifrar que otras. Tal vez lo más complicado sea entender la forma que la otra persona nos está demostrando cariño, porque no siempre va a ser como nosotros lo queremos recibir. Que no significa que no exista ese cariño. Sólo hay que saber interpretarlo.

Son bonitos los gatos. Y también los perros, al menos los míos. Y tengo la dicha de entenderlos a ambos.

Por dónde empezar

Un proyecto de club de lectura siempre, siempre, es un inicio difícil. Y es que hay tanto que escoger el primero me cuesta más que escoger qué comer en mi restaurante favorito. ¿Cómo favorecer a uno sobre todos los demás? ¿Y cómo estructurar una guía que tenga todo lo todo que uno debería leer? Imposible.

Es parecido a conocer gente nueva cuando uno ya está grande. ¿Qué cuenta uno de su vida? ¿La adolescencia todavía es relevante? ¿Será incluso que recuerdo qué es lo que importa? La mayor ventaja es saber que hay suficiente tiempo para enseñar lo que uno es. O al menos lo que uno es ahora. Interesante qué partes conservar y cuáles dejar atrás.

Sigo pensando en la lista de libros esenciales. Y creo que no existe. Diría que cada quién tiene la suya, pero yo tengo como 7, dependiendo de cómo me sienta. Supongo que es lo mismo para enseñar quién soy, mejor quién quiero ser.

Citas

Me toca mi cita anual donde el doctor. Debería estar agradecida que sólo voy a chequeo de prevención y no de otra cosa en vez de quejarme que tengo que ver cómo me bajo el peso extra de este año. Debería estar feliz de tener un cuerpo fuerte en vez de llorar que no se me marcan las abs. Debería, debería…

Nuestros cerebros han evolucionado a fijarse en lo malo para sobrevivir. Que no nos sirve mucho en este mundo moderno en donde no nos acecha un tigre en cada arbusto. Educar niños en positivo es mucho más complicado que decirle que no, por lo menos para mí. Y pararse frente al espejo a buscarse lo bueno en vez de marcar todo lo malo… no sé cómo se hace. Pero debería.

El viernes iré donde el doctor para que me diga cuánto me he subido y me felicite por ser una mujer de casi 50 con cuerpo sano. Y que me dé lo mismo porque quiero tener quince libras menos. Aunque venga a este espacio siempre y, siempre, trate de ser mejor.

Donde duele

Ninguna persona me ha lastimado tanto como las que quiero de verdad. Nada le gana al golpe asestado de cerquita y con puntería. Desde las críticas de mi madre, la falta de afecto de mi padre o las discusiones con mis hijos. Porque uno es vulnerable con la gente cercana y les abre la puerta a que nos hieran. O así debería ser.

El ser humano tiene miles de años de evolución en sociedad. En la prehistoria, dependíamos del grupo para nuestra supervivencia y para nuestra felicidad. Eso nos hace gregarios, más allá de un gusto superficial. Llega hasta el fondo de nuestra composición neuronal. La comunidad, aún ahora, es vital para nuestra longevidad sana. Lamentablemente, nuestra modernidad no alienta esas relaciones y la sustituimos por lo que mal llamamos la «tribu digital». Creemos que la gente que seguimos y nos sigue en redes es la nueva comunidad, aunque sea en nuestro subconsciente. Cuando no es así. Para nada. La opinión de extraños debería importarnos lo mismo que la de extraños. Es decir: absolutamente nada.

No es agradable recibir críticas. Pero sólo cuentan las de las personas que nos conocen. Lo demás es un simple resoplido lejano que no nos debe mover ni un sólo ápice. Ahora a explicarle a mi cerebro que se desentienda de toda su evolución…

Cansada todo el tiempo

No recuerdo haber escuchado a mi mamá decir que estaba cansada cuando tenía mi edad. Ella tenía otra lista de problemas, no me extrañaría que el cansancio ocupara un lugar muy abajo en la misma. Yo sí me siento cansada, una frazada mullida que se posa detrás de mis ojos y me hace cuestionar la verdadera necesidad de levantarme a comer, existir ya qué.

Creo que hay una etapa en la que nos damos cuenta de todo lo que arrastramos. De jóvenes, simplemente dormimos más y nuestros esfuerzos son más físicos, no emocionales. De adultos tal vez nos movemos menos, pero nuestras mentes jamás nos aflojan el recordatorio de todo lo que hacemos o deberíamos estar haciendo. Hasta ver tele se convierte en una tarea si caemos en el juego de “tener” que ver la serie más “interesante” y no la tontera que nos gusta.

A mí me pesa la constante toma de decisiones (domésticas, pequeñas, grandes, recurrentes, de emergencia, etc.) que me toca todos los días. Pero, así como no puedo quedarme un día entero llorando en mi cama porque se me acumula la ropa sucia, no hay nadie más que haga lo que hago yo. Así que toca. Y también toca levantarse para comer.

Las cosas que nos gustan

Hace poco, un chef extraordinario dijo algo con lo que yo siempre he estado de acuerdo: la mejor comida es la que te gusta. Y así con todo. Hay ámbitos de la vida en los que nadie debería meterse, sobre todo cuando no les afectan y no los pagan.

Los gustos nos deben gustar. Por algo la palabra. Sin pretensiones o querer parecer algo que no somos. Aunque sé que es de altísima cultura, a mí no me gusta la ópera, por ejemplo. Y, aunque lo detesto, si no me obligan a escuchar reggeatton, no ocupa mis pensamientos.

Eso cuesta entenderlo cuando uno cree que tiene la obligación de formar personas. Sobre todo la parte de no tomárselo personal si no comparten con uno las afinidades. Es lo que toca para educar gente independiente. Y, quién sabe, por esos gustos diversos, puede también aprender algo nuevo uno.