Cuando se trata de comida, hay que navegar con bandera de explorador. Imposible saber si nos gusta la masacuata o no, hasta que la tenemos en la boca (sin albur) y nos damos cuenta que, en efecto, sabe a pollo. Tener amplitud de gustos culinarios permite visitar otros países sin sufrir de inanición porque todo nos da asquito. ¿Qué pierde uno con probar?
Hay muchas cosas en la vida que uno no sabe si le van a gustar, o si tiene una habilidad no explotada, o si, simplemente, puede ser la próxima gran pasión. Poder informarse de todo lo que hay para entretenerse en el mundo y escoger en qué invertir el tiempo, es una forma de distracción en sí misma. Se da uno cuenta que no hay suficiente tiempo ni vida para leer, contar, hacer, pasear, parrandear, estudiar, meditar, surfear, o cualquier otra cosa que a uno le guste.
En general, existen dos tipos de adquisición de conocimiento: el profundo, pero angosto y el extenso, pero superficial. Yo califico en el segundo, porque rara vez me quedo explorando hasta el último rincón de algo que me haya llamado la atención, sino que paso a lo siguiente. No es ni mejor, ni peor. Simplemente no quiero perder la oportunidad de que me guste algo más. Practico esta filosofía con algunas restricciones: no pruebo nada que pueda causarme serios problemas más adelante. Allí, la pregunta ¿y, si me gusta? se vuelve en la advertencia. Por ejemplo, nunca he probado drogas, porque me da pánico no poder dejarlas.
Cada quien pone sus parámetros y conoce mejor qué puede tolerar. Hasta con la comida. No creo que alguna vez pudiera comer una cucaracha. Aunque, con hambre, quién sabe si también tiene sabor a pollo.