La verdad a lo bruto

Mi mamá me enseño a nunca preguntar si a alguien le gustaba lo que hacía. Sacaba el vestido recién bordado, el pastel recién horneado, el nuevo corte de pelo y decía «¡qué lindo está, ¿verdad?!» Me explicó alguna vez que no era porque quisiera sólo adulación, sino que porque ella, en ese momento, no estaba buscando una crítica constructiva sino sólo compartir su felicidad por haber participado en algo que la había dejado satisfecha.

Decir mentiras es malo. Mucho. Mina la confianza, ese animalito frágil y delicado que no se recupera fácil de las heridas y que sostiene las relaciones. Pero, decir la verdad sin filtros, hiere los sentimientos y la autoestima de la persona que recibe un «qué mal te queda ese vestido». O de un «la verdad, es que no sé si te quiero». Las opiniones de los demás nos van importando en la medida en que vienen de alguien que nos importa. Obvio. También es obvio que la persona cuya opinión más nos debe importar es la nuestra. Pero, pero, uno entrega pedazos de corazón y se muestra vulnerable, precisamente para compartirse en lo bueno y en lo malo y allí es en donde el limón de la crítica sin barniz cae en la herida abierta.

Uno es dueño de sus sentimientos y ese proceso de filtrar las emociones es una de las metas del crecimiento emocional. Cosa que se va felizmente al carajo cuando la pareja le contesta a uno: «Pues sí, creo que te engordaste, deberías dejar de comer un poco.» Aunque sea cierto. Tal vez todos deberíamos aprender a no hacer preguntas para las que no queremos respuestas. Y a salir al mundo diciendo que uno esta bonito. O al menos, bonito-ish.

Cuando no escribo

Me pasé desde el jueves sin escribir. Tengo como un poquito de vacío de palabras, tal vez porque me tardé desde noviembre en escribir un «libro» que se lee en tres horas (si se lee lento y uno se levanta a prepararse un café). Es extraño cómo se llena tan poco tiempo efectivo con tantas letras. Así que, he estado leyendo. Rayuela (Cortázar me va a convencer que, ni escribo bien, ni entiendo lo que leo), a Bolaño, a Borges, a Martínez, a Restrepo, a Montano… La vida no alcanza para lo que uno «debería» leer, menos aún para lo que uno «quisiera» leer.

Uno tiene ocupaciones favoritas a las que regresa en momentos de más necesidad. O de felicidad. O de tristeza. O de vivir. Generalmente es eso que nos hacían hacer de pequeños y en donde más seguros nos sentimos. Costumbres como cocinar y comer rico para celebrar un triunfo. Hábitos como despertarse temprano y tratar de estar felices, aunque después el día nos arruine el buen humor. Deportes, juegos de mesa, lecturas, música. Todos encontramos lugares y actividades en dónde retomar nuestro centro.

Resulta que ahora tengo que revisar todo lo que escribí. Ya voy por una tercera parte y, en vez de escribir más, estoy quitando palabras que me parece que estorban. Así que probablemente se lea en 2 horas cortas. Eso, o me disparo capítulos intercalados con una historia completamente diferente. Pero, para mientras, leo. Porque necesito volver a llenarme de palabras.