Mi mamá me enseño a nunca preguntar si a alguien le gustaba lo que hacía. Sacaba el vestido recién bordado, el pastel recién horneado, el nuevo corte de pelo y decía «¡qué lindo está, ¿verdad?!» Me explicó alguna vez que no era porque quisiera sólo adulación, sino que porque ella, en ese momento, no estaba buscando una crítica constructiva sino sólo compartir su felicidad por haber participado en algo que la había dejado satisfecha.
Decir mentiras es malo. Mucho. Mina la confianza, ese animalito frágil y delicado que no se recupera fácil de las heridas y que sostiene las relaciones. Pero, decir la verdad sin filtros, hiere los sentimientos y la autoestima de la persona que recibe un «qué mal te queda ese vestido». O de un «la verdad, es que no sé si te quiero». Las opiniones de los demás nos van importando en la medida en que vienen de alguien que nos importa. Obvio. También es obvio que la persona cuya opinión más nos debe importar es la nuestra. Pero, pero, uno entrega pedazos de corazón y se muestra vulnerable, precisamente para compartirse en lo bueno y en lo malo y allí es en donde el limón de la crítica sin barniz cae en la herida abierta.
Uno es dueño de sus sentimientos y ese proceso de filtrar las emociones es una de las metas del crecimiento emocional. Cosa que se va felizmente al carajo cuando la pareja le contesta a uno: «Pues sí, creo que te engordaste, deberías dejar de comer un poco.» Aunque sea cierto. Tal vez todos deberíamos aprender a no hacer preguntas para las que no queremos respuestas. Y a salir al mundo diciendo que uno esta bonito. O al menos, bonito-ish.