En esos kits de espías que vendían en La Juguetería (tiempos prehistóricos para los que nacieron después del advenimiento del internet), se encontraba tinta «invisible» con la que uno escribía mensajes secretos que se borraban y que luego podían revelarse con calor o algún otro método. En tiempos antiguos, esto se lograba con jugo de limón. El problema con estos subterfugios es que, si uno dibuja con algo que no mira, no está muy seguro del resultado.
Algo así siento con la crianza de los niños: yo hago mi mejor esfuerzo por plasmar en su cerebro el esquema de los valores que quisiera que tuvieran como el plano básico de su personalidad. Pero no lo puedo ver. Es más: es probable que nunca lo mire en su totalidad, porque mis hijos no son iguales frente a mí, que con otra gente. No es lo mismo una mirada fulminante que recuerde un «por favor» que se quedó perdido entre la garganta, a un gracias espontáneo. Yo no voy a estar allí cuando les ofrezcan su primer cigarro/trago/droga/sexo. Tampoco los acompaño al colegio. Menos mal.
El carácter, la educación, la programación básica, se descubren en situaciones difíciles, al calor, igual que la tinta invisible. En el carro cuando el tráfico nos rebalsa. En el colegio cuando alguien nos jode. En la casa cuando discutimos con la pareja. El conservar el tejido básico de nuestra personalidad bajo cualquier circunstancia es lo que nos da la línea básica de nuestro esquema de valores.
En el caso de mi trabajo como moldeadora de personitas, sólo puedo hacer mi mejor trazo, esperando que la tinta se revele bien en el momento clave.