Sorprenderse con lo Usual

Típico en el colegio que entra una chava o un chavo nuevo y automáticamente tiene el mega pegue loco. Casi puede ser pariente de Pie Grande, igual causa revuelo. Es el llamado de lo nuevo. Claro, uno tiene chorrocientos años de estar sentado en la misma clase con la misma gente, a la que le conoce los cambios de voz, la aparición de los barros, los días de poco aseo y demás gracias de la pubertad. Pareciera ser que lo único necesario para conseguir pareja es cambiarse de colegio/universidad/empleo.

La familiaridad ayuda a acostumbrarse al otro. A llenar los detalles de una cara, de un cuerpo, con la velocidad automática de un cerebro que ya tiene una imagen guardada. Las parejas que llevan mucho tiempo juntos sabrán que ya no es lo mismo compartir una ducha. Las mamás podremos describir de memoria dónde llevan todas las cicatrices los engendros que tiene uno a su cargo.

Pero allí donde el aburrimiento pudiera hacer morada, yo he encontrado una oportunidad para sorprenderme. En pequeños momentos como trabajar en la misma mesa, sentados uno frente al otro, redescubro una cara con la que he vivido desde hace casi diez años y que conozco desde hace más de veinte. Y me vuelve a gustar. O, acostados en la cama haciendo siesta con los dos críos y los dos gatos, el peso de una mano en mi cintura me suaviza las facciones en una sonrisa y siento que suspira el corazón.

La familiaridad de lo normal puede ser emocionante si uno encuentra la forma de redescubrir por qué uno estaba colgado desde un principio. Así, no se alborota con el primer nuevo que se le atraviesa a uno en el camino.

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