A veces tuiteo qué estoy cocinando, como ayer, que puse el menú desde el desayuno. A veces me desahogo de las frustraciones del día. A veces (más seguido) hago comentarios en horario de adultos. Esa crónica de la vida, da la impresión que estoy contando todo lo que tengo adentro. Pero no.
Pareciera que en nuestra sociedad, ya no hay momentos íntimos. Cosas que no se conozcan. El mundo se ha reducido hasta volverse un pequeño pañuelo en el que todos nos sabemos hasta el color de la ropa interior. La gente «famosa» no puede hacer escándalos en público, porque siempre hay alguien con una cámara dispuesto a compartirlo. En muchos empleos están pidiendo el historial de nuestras redes sociales para escudriñar ese torrente del subconsciente que dejamos por allí.
Y es cierto. Más gente puede conocer lo que hacemos. Pero eso no es diferente de lo que pasaba antes en los pueblos con poca gente que se sabían hasta qué le habían dado de comer al perro. «Pueblo chico, infierno grande». Resulta que la intimidad, ese lugar metido dentro de uno en el que recuperamos nuestro ser, ése sigue intacto. Hasta ahora nadie nos conecta a una máquina al estilo The Matrix y se mete dentro de nuestro cerebro.
Todo eso que nos guardamos, eso que conocemos de nosotros mismos, los pensamientos que no compartimos porque son demasiado nuestros, las emociones que dejamos madurar antes de expresar, las fantasías que nos alegran el día, todo eso, sigue estando adentro. Y eso nos hace libres en nuestro interior, porque nadie nos puede obligar a compartirlo.
Escribir todos los días acerca de lo que me da vueltas, me ayuda a quitar la presión de mi cerebro antes que estalle. Pero ni por eso siento la necesidad de contar todo lo todo que tengo dentro.