Después de casi cuatro décadas de nunca haberme roto ni un hueso, llevo una mano y dos meñiques del pie en menos de año y medio. Obvio, yo era de esas niñas que no gastaban ni una gota de sudor, que tenían ordenados sus juguetes y que no ensuciaban los zapatos. Aprendí a bordar, a pintar, música, pero no a darle a una pelota con el pie. Y me quedó grabado en el subconsciente que las cosas hay que hacerlas perfectas, si no, mejor no hacerlas.
Hay tantas frases motivacionales de las que dicen que el peor fracaso es no intentarlo, que trabamos los ojos hasta el cuello cuando escuchamos algo similar. Lo que no dicen es que todo lo que se hace, se paga de una forma u otra. El miedo a hacer algo tiene valor, pues nos obliga a buscar qué puede suceder si nos lanzamos de ese avión.
Tal vez por eso la corteza prefrontal, allí en donde se asienta el juicio, no se termina de desarrollar hasta los 25 años. Todas esas actividades arriesgadas de adolescentes como hacer skating, surf, MMA, etc., se practican con mayor abandono si no se pesan en su justa medida las consecuencias.
Y luego estamos los que no hicimos lo nuestro cuando éramos jóvenes y ahora queremos ver si somos tan inútiles como creíamos. No me arrepiento de los dolores recientes. Pero no me deja de volar el estómago cuando me toca un combate.