Estamos acostados en la misma hamaca con el niño que ya casi es de mi tamaño. Cabemos hechos un nudo, él recitando los componentes de una computadora gamer que quiere con todas las fuerzas de su corazón, yo leyendo. Me maravilla que aún esté contento haciendo nada conmigo, sus ojos tan parecidos a los míos, pero en perfecto. Ayer hablábamos de lo que ellos recuerdan. Las caras de mis hijos convertidas de pronto en lo que fueron hace años. No miro diferencia. Sólo están más grandes. Han logrado que me crezca el corazón y que mi ogro egoísta interior salga debajo de su puente para colgar la hamaca y compartirla con otra persona.
Podría tener una vida feliz sin ellos. Claro. Pero no sería ésta. Y así como es, me gusta mucho.
