¿Alguna vez han tratado de convencer a un niño que coma algo que no ha probado y que dice que no le gusta? Allí está uno, sentado frente al contrincante, dos pares de ojos se sostienen la mirada. Suena música de peli de vaqueros. Sale el primer proyectil: «¡No me gusta!» Inmediatamente le contesta: «¿Cómo sabes que no te gusta, si nunca lo has probado?»
Esta discusión se prolonga todo lo que uno está dispuesto a argumentar con lógica, contra quien está contestando con emoción (o el estómago, en este caso). Imposible. Porque es más fácil que nuestras mentes encuentren razones para lo que queremos sin razón, que al revés. Muy rara vez nos endeudamos por comprar cosas esenciales. Pero vemos el carro que nos quita el aliento y allí estamos haciendo presupuestos que nos dejan a una comida al día. O las ideas a las que les tenemos cariño. Somos capaces de rellenar los barrancos lógicos más profundos, con tal de mantenernos montados en nuestros machos.
Ni modo. Para mientras, siempre me queda el argumento infalible: «Te lo comes, o no hay postre.»