Cada cosa que decimos tiene un valor objetivo. Cuando cambiamos el significado de las palabras por preferencias culturales, le cambiamos el valor, un poco como devaluar la moneda con que compramos. La sobreutilización de algunos términos como «amar» les lima el filo con que deberían cortarnos la boca al pronunciarlos, y por eso tener cuidado al hacerlo.
Yo no juro, prometo. Yo no amo, quiero. Yo no odio, me disgusta. Como cosa cotidiana, porque me gusta reservarme los términos pesados para las cosas que en verdad lo ameritan. Adicionalmente, les agregamos a su valor intrínseco, quién nos las dice. La importancia se potencia y no es lo mismo que un desconocido nos halague a que lo haga alguien cercano.
Básicamente, ¿de qué me sirve gustarle a alguien que no podría ni reconocer en la calle? Es un pensamiento tajante, sobre todo en esta época de buscar validación de personas lejanas. El círculo de gente a quienes de verdad les importamos se limita a aquéllas con quienes sí tenemos relación, a quienes hemos invitado a un café, con quienes compartimos algo de vida real.
Me gusta guardarme mis palabras con filo y sólo recibirlas/aceptarlas de quienes me importan. Los demás son un bonito acompañamiento, pero no puedo cantar sus canciones en mi vida diaria, me volvería demasiado dependiente de música que no tengo cerca y, cualquier día de estos, desaparece.