Mi mamá tenía una tía que hubiera sido la ilustración perfecta de una persona amargada. El ceño permanente entre las cejas y la boca una «u» invertida, sin labios que prometieran una sonrisa futura, la Tía Rosario era una nube de pesimismo hecha mujer. No tuvo una vida más pesada que la de su hermana, mi abuela. Objetivamente, hasta le fue mejor, tomando en cuenta que mi abuelo dejo viuda joven con hijos pequeños. Pero yo tengo el recuerdo de mi abuela sonriendo siempre. Nunca vi ni el atisbo de una emoción amable en la cara de mi tía.
Hay dos formas de envejecer. Bueno, deben haber muchas, pero para lo que quiero fijarme ahorita, hablemos de dos: amargada o no. Es muy fácil ponerse la bata marrón de la amargura y salir a la calle buscando excusas para ser infeliz. Para que todo lo caiga mal a uno. Para no encontrar cosas bonitas y sólo quejarse de lo que pasó. Nuestros cerebros están diseñados para buscar lo malo, era una buena táctica de supervivencia. Pero yo no quiero que se me tuerza la cara en una mueca de desagrado. Suficiente tengo con ponerme vieja. Yo quiero que se me note en la cara que he sido y soy feliz y que la vida es bella, por mucho que no sea justa.
Creo que tener ese pariente me ha servido para saber cómo no quiero envejecer. Y, aunque no me fascinan las patas de gallo que se marcan con la sonrisa, las prefiero a dejarme deforme la boca. Igual se arruga uno, mejor por algo bonito.