Conocer es querer

Uno generalmente no va por la vida contando todo lo que siente o le ha pasado. En primer lugar porque a pocas personas les importa. En segundo, porque es parte de cuidarse uno. La vulnerabilidad es una puerta abierta al alma por la que no se debe dejar entrar a cualquiera. Por otra parte, cuando alguien nos deja pasar, tenemos la oportunidad de conocerlos. Y conocer, casi siempre, nos acerca.

Es difícil no sentir algo de correspondencia con alguien de quien sabemos su historia. El sentimiento de compasión es una herramienta evolutiva que nos ayuda a sobrevivir como especie. Sin el altruismo, es probable que nos hubiésemos extinguido. Pero antes eso era más fácil porque todos vivíamos lo suficientemente cerca como para sabernos toda la vida. Ahora es necesario hacer un esfuerzo.

Es bueno guardarse uno algo de privacidad. Tampoco es obligación llegar a conocer a todos con los que nos relacionamos. Pero es vital hacerlo con los que nos interesan.

Sin sabor

Tenía antojo de papas horneadas con carne, queso y crema. Debieron haberme quedado ricas, pero no tanto. Y me cae mal cuando eso pasa, porque soy yo la que cocino y debería gustarme.

A veces tenemos ideas tan fijas de cómo deben ser las cosas, que, aunque el resultado sea mejor, si es diferente no nos gusta. Las expectativas rígidas son obstáculos muy jodidos y no son saludables. Claro que hay que tener un faro al qué apuntarle, pero la ruta no siempre es predecible y hay que poder adaptarse.

A todos les gustó el almuerzo hoy. Menos a mí. Tal vez la próxima quede como yo quería. O no, y no me importe.

Buenos recuerdos de malas costumbres

A mi papá le encantaba tomar Coca-Cola y comer dulces ácidos. Y decidió que yo tenía que compartir sus gustos. Atosigó a mi pediatra hasta que le dio permiso de darme coca en pacha y amarrar pastillas Salvavidas con hilo dental para poder sacármela de la boca antes de tragármela y ahogarme. Ambos gustos me acompañan hasta hoy, aunque tengo años de no comer dulces.

Los recuerdos, pero aún más los hábitos, nos unen a los que ya no están. Son los rituales privados que nos acercan y que nosotros mismos transmitimos a los que siguen. En todas las familias pasa, en los sabores de las comidas, los horarios, los gustos en películas, las expresiones y hasta los gestos. Nos marcan como parte de una tribu tan eficazmente como tatuajes y los mezclamos cuando hacemos nuestra propia familia, uniendo lo propio con lo ajeno y metiéndole nuevas cosas.

No les di Coca a mis hijos de bebés ni compro dulces. Pero sí comemos helados y poporopos y vemos pelis con muchos disparos. Me gusta que se sepan parte de un pequeño pedazo de humanidad que viene de muchos otros y que se sientan en la libertad de hacer los suyos, con o sin mis costumbres. Pero, espero, con buenos recuerdos.

Segundas oportunidades

Yo creía que mis papás eran estrictos. Hasta que tuve mis propios hijos y entendí la virtud de las reglas. Soy mucho más abierta en las cosas que dejo que hagan, sería difícil ser lo contrario, pero algo sí conservé: una vez puesto un límite, no se mueve.

La belleza de tener reglas claras y conocidas, es que uno sabe qué pasa si las rompe. A veces, vale la pena la insubordinación y uno se traga la consecuencia, puede que no sea con felicidad, pero sí con la satisfacción de haber tomado una decisión informada. Eso aplica para cualquier tipo de sistema y para cualquier tipo de normas. En general, es más difícil aprenderse las sociales, porque no están escritas y cambian un poco, pero para eso servimos los mayores que ya hemos navegado esas aguas y podemos guiar en dónde están los escollos.

Creo en las segundas oportunidades, por supuesto. Pero estoy convencida que no se pueden otorgar sin hacer que el infractor reciba el resultado de su ofensa. Porque se da la impresión que la regla sirve de adorno y que se premia al que no la sigue. Suena duro, pero es uno de los actos de amor más grandes que he aprendido con mis hijos. De nada les sirve que yo no los eduque.

Como mi tía Rosario

Mi mamá tenía una tía que hubiera sido la ilustración perfecta de una persona amargada. El ceño permanente entre las cejas y la boca una «u» invertida, sin labios que prometieran una sonrisa futura, la Tía Rosario era una nube de pesimismo hecha mujer. No tuvo una vida más pesada que la de su hermana, mi abuela. Objetivamente, hasta le fue mejor, tomando en cuenta que mi abuelo dejo viuda joven con hijos pequeños. Pero yo tengo el recuerdo de mi abuela sonriendo siempre. Nunca vi ni el atisbo de una emoción amable en la cara de mi tía.

Hay dos formas de envejecer. Bueno, deben haber muchas, pero para lo que quiero fijarme ahorita, hablemos de dos: amargada o no. Es muy fácil ponerse la bata marrón de la amargura y salir a la calle buscando excusas para ser infeliz. Para que todo lo caiga mal a uno. Para no encontrar cosas bonitas y sólo quejarse de lo que pasó. Nuestros cerebros están diseñados para buscar lo malo, era una buena táctica de supervivencia. Pero yo no quiero que se me tuerza la cara en una mueca de desagrado. Suficiente tengo con ponerme vieja. Yo quiero que se me note en la cara que he sido y soy feliz y que la vida es bella, por mucho que no sea justa.

Creo que tener ese pariente me ha servido para saber cómo no quiero envejecer. Y, aunque no me fascinan las patas de gallo que se marcan con la sonrisa, las prefiero a dejarme deforme la boca. Igual se arruga uno, mejor por algo bonito.

Diferentes

Comí subanik y no era como me lo esperaba. Estaba mucho más picante que otros que he probado. Rico, eso sí. Y es que no todo es como estamos acostumbrados.

En este mundo casi todo está sujeto a interpretación, porque le agregamos nuestra propia vivencia. Cada palabra, aunque tenga una acepción conocida, puede aparejar sentimientos individuales que la distinguen de lo que otro entiende. Lo único que no varía son las matemáticas.

Aunque se vale tener una expectativa general de las cosas, es bueno estar abierto a que puedan ser distintas de lo que conocemos. Igual es pura suerte qué probamos primero.

No me esperaba humo rosado

Tengo un dragón que saca humo por la boca. Bueno, uno de cerámica al que se le pone incienso en la cabeza y saca humo. Es de mis cosas inútiles favoritas. Hoy le puse un cono de incienso rosado y, para mi sorpresa, el humo también es rosado. No me había fijado que saliera humo de colores con otros conos, tal vez sea mi imaginación, tal vez sea sólo este.

Aún las cosas más familiares, las que más tenemos cerca, son capaces de sorprendernos. Nunca tenemos toda la información, porque no siempre nos fijamos en lo mismo. Pero la mayoría de nosotros camina como si ya lo supiera todo y se pierde de cualquier cosa nueva, sólo por no poner atención. Me ha pasado. El cerebro necesita tomar atajos para no sobrecargarse con información. Llena espacios en las caras que tiene más cercanas, no vuelve a buscar detalles. Está bien, no siempre tenemos tiempo. Pero sí nos lo podemos tomar si queremos volver a sentir el porqué algo nos gustó en un principio.

El cono se ha consumido en lo que escribo esto y estoy convencida que el humo era rosado. No me había fijado antes. Tendré que volver a poner atención.

Ruidos que no son míos

Estoy sentada con la ventana abierta y, aunque en mi cuadra no pasan muchas cosas, se escucha un murmullo por debajo constante de carros y perros y personas. Es el sonido en el fondo de nuestras vidas en la ciudad, un retumbe puntualizado por aviones, bombas de iglesia, camiones de basura, música, más todo lo que nosotros le agregamos con videos en el teléfono, televisión, etc. Si uno le pone demasiada atención, aturde.

Hay lugares en el mundo en donde no hay ruido. Ni la brisa entre los árboles. Y los seres humanos no aguantamos mucho allí. Pareciera que estamos diseñados para lidiar con ese estímulo sensorial constante. Las cámaras con agua en donde la gente se mete para estar completamente aislados, no pueden quitar del todo los sonidos y, aún así, la gente alucina allí adentro, porque el cerebro crea su propio entretenimiento cuando no lo consigue afuera. Y por eso mismo es tan importante darse un respiro de cosas externas, el aburrimiento es precursor de la creatividad.

Mientras escribo esto, ya sonó la chicharra de un camión retrocediendo, algo que parece una ametralladora, una banda marcial practicando y, si le pongo atención, pajaritos. Creo que voy a poner música.