Hasta dónde insistir

Siempre he dicho que la diferencia entre la perseverancia y la necedad es el resultado. Y la verdadera sabiduría consiste en cuándo desistir. Yo creo que todo se puede, pero todo tiene un precio. Allí está lo importante.

Nada se logra sin esfuerzo. Todo requiere que uno escoja y deje de hacer algo más. Ni comer algo rico es gratis porque el espacio es limitado.

A veces me ha costado asignarle un valor a futuro a lo que quiero ahorita. Además que uno verdaderamente no tiene una visión perfecta de lo que pueda suceder. Sólo puedo medir que me duele más ahora y tener la esperanza que sea la mejor decisión.

Puedo sola

Hoy el niño dejó la mitad de las cosas que tenía que llevar al colegio. Igual voy, se las llevo, pero aún que no fuera así, lo haría. Es lo que me toca hacer hasta que se vayan. Y para eso no falta mucho. No sé qué me da más tristeza.

Yo creo que me toca ser la última línea de apoyo de mi gente. No la primera, porque si no, se vuelven inútiles. Pero sí que sepan que, al final, siempre estoy allí. Tal vez porque yo me hago sola mis cosas, tengo esa mentalidad. Y, aún así, agradezco cuando alguien me acompaña. Porque puedo, pero es rico saber que no tengo que batírmelas todas por mí misma.

Es una paradoja en el ser humano ese aislamiento natural que tenemos por el solo hecho de tener cerebros individuales y la necesidad de comunidad que desarrollamos al evolucionar. Somos todos piezas que subsisten por sí mismas, pero que encajan en un todo. Al contrario que Legos que sólo sirven juntos, los humanos valemos por nosotros mismos y nos complementamos con los demás. Por eso me gusta consentir a los míos. Y también tirarlos al agua. Tienen que aprender las dos cosas.

Consejos

El mayor problema que tiene uno de padre es saber qué están haciendo mal los hijos, advertírselos y ver cómo igual meten la pata. Esa certeza de la juventud sólo se alivia con la experiencia. Y ya sabemos cómo se adquiere la experiencia.

Me cuesta mucho escuchar sin querer opinar o contar algo similar o dar un consejo. El simplemente callar para que el otro pueda tranquilizarse contando qué le pasa no es lo que uno cree que es ser un buen amigo. Pero resulta que, para consejos, hasta ChatGpt. Los seres humanos necesitamos que nos dejen hablar. Y sólo si lo pedimos, queremos que nos digan qué hacer.

Ser hijo es en mucho aceptar que los padres tienen dominio sobre uno. Y pocas personas más. Podremos respetar a gente que nos sea importante, pero esa influencia que tiene nuestra familia sobre nosotros es única. Por eso trato de no pasarme con mis hijos. Y de asumir las metidas de pata. Porque yo también estoy adquiriendo experiencia.

Lo que uno va perdiendo

Hasta hace poco, nadie hablaba de lo que pasa en la perimenopausia. Es más, ese término ni se usaba. Ahora me persiguen los videos de mujeres hablando de sus síntomas y experiencias y tratamientos. Es alentador que uno ya no tenga que pasar esta transición sola, pero lo que más me ha gustado es todo lo que uno va perdiendo con la edad.

Resulta que las mujeres pasamos etapas igualmente fuertes de cambios hormonales que tienen, básicamente, el mismo propósito: cambiarnos el cerebro. La adolescencia nos prepara para tener hijos. La menopausia para educarlos. Y es que somos una de dos especies de mamíferos que sobreviven la menopausia (la otra son las ballenas). Con la meta de enseñar. Tal vez hasta por eso uno se vuelve más frágil: para que se queden cuidándonos y poniendo atención.

Durante este cambio, lo fregado es perder masa ósea, músculo, elasticidad, hasta la mente. Pero lo que agradezco perder es la vergüenza, el agobio por lo que opinen los demás, la angustia de no ser suficiente. Todo eso se puede ir al carajo. De lo demás, nos encargamos mis pesas y mis hormonas.

Como anillo al dedo

Mi mamá me regaló un anillo cuando me gradué. Lo usé todos los días durante diez años. Lo dejé de usar. Lo volví a usar. Lo dejé de usar. Ahora lo tengo puesto. Pero en todos esos años, no he dejado de recordar a mi mamá. Las cosas pueden servir de apoyo emocional, pero nunca hay que confundirlas con el verdadero sentimiento.

Los humanos tendemos a imbuirles propiedades especiales a las cosas, cuando no las tienen intrínsecamente. Los amuletos, las pitas, las reliquias… todo tiene simplemente el poder que le damos. Y no es que eso sea malo, pero tampoco debemos confundirnos: los que tenemos la importancia somos nosotros mismos. Un poco como la pluma de Dumbo (y quien no se acuerde de eso, es porque tiene menos de 45 años). Está bien tener símbolos que representen momentos especiales. No está bien confundirlos con lo esencial.

Me encanta mi anillo. Pero no traiciono el recuerdo de mi mamá no poniéndomelo siempre.

Cambiar el final

A veces cuando hacen versiones modernas de historias viejas, las adaptan para que “reflejen las sensibilidades actuales”. No entiendo por qué no se dan cuenta que uno regresa a esas novelas precisamente porque nunca pierden su vigencia, sin cambiarlas.

Cuando uno se vuelve a contar la historia personal, el final siempre puede cambiar, pero uno es el que la lleva. La permanencia no está en la meta, sino en el que la atraviesa.

No me gusta que cambien los relatos que me han apasionado. Tengo que reencontrarlos y evaluar por mí misma si yo también les daría un sentido distinto. Espero que no.

Viejas historias

Estoy viendo una versión francesa de El Conde de Montecristo. Magnífica novela, sigue siendo fascinante. El estudio que hace Dumas de la forma de actuar de los humanos, impulsados por sus sentimientos, continúa vigente, aunque sean tantos años después.

El ser humano es el mismo, después de cientos de miles de años. Y no creo que vayamos a cambiar mucho en el futuro cercano. La evolución biológica va lenta a comparación del progreso. Y, viendo lo que nos ha dejado la modernidad en enfermedades y descontentos, no estoy tan segura que hayamos mejorado demasiado.

Es bueno saber que a u o lo siguen moviendo las emociones. Porque así nos conocemos y podemos resguardarnos de lo peor. Alimentar el sentimiento positivo, no sumirse en lo más feo de la vida y recordar que uno no es más que lo que ha sido siempre. Ni menos.

El malo de la película

Pedir permisos en mi casa era casi una tarea burocrática. Cada uno me mandaba con el otro, varias veces, hasta terminar con una conferencia a puertas cerradas y, 9 de cada 10 veces, un no. Me hubiera podido haber ahorrado el esfuerzo. Pero igual probaba y me decía a mí misma que yo iba a dar todos los permisos que me pidieran… Escucho a mi mamá reírse desde el cielo. Obvio no doy todos los permisos y revoco los que se pierden, como si fuera gobierno corrupto con las licencias.

Los hijos tienen la oportunidad de tener varios amigos, con los que ellos aprenden a poner sus propios límites, pero de quienes no dependen para formarse. Y tienen, lo que tienen esa dicha, el privilegio no reconocido por ellos de tener papás. Uno de papá tiene la obligación de tragarse las ganas de decirles que sí a todo y de protegerlos de todo lo malo, para hacer personas que puedan enfrentarse al mundo. Decir que no, poner límites, establecer reglas e imponer las consecuencias, es todo lo feo que parece. Pero es lo más necesario.

Hoy tuve que revocar un permiso, escribirle a otra mamá, tragarme el reclamo de la cría y morderme la boca antes de decirle que sí. Porque es más importante poner reglas que se cumplan a quedar bien con un hijo que tengo obligación de educar, no malcriar. Porque el mundo se encarga de dar las lecciones que uno no les da y ésas duelen mucho más. Para mientras, me seguiré poniendo el sombrero del malo de la película. Deberían agradecerme que les ahorro los trámites administrativos al decirles de una vez que no.