El espacio que nos rodea tiene muchas esferas de confianza. Cualquier acercamiento de personas que no conozco (y de algunas que sí), a menos de 20 centímetros, me incomoda y me dan ganas de pelar los dientes. Eso incluye olores. No entiendo la necesidad de echarse perfume en público. Wácala.
En grupos tupidos de gente, esa invasión del «espacio personal» es inevitable, pero precisamente allí es en donde es más vital. Y no digamos de lo que habita en nuestras mentes. Todo lo que dejamos que habite en nuestro cerebro nos acompaña inexorablemente. ¿Quién se puede sacar esa cancioncita odiosa que se queda trabada en loop? O las palabras que no pudimos decir para contestarle a un impertinente. O al impertinente en sí.
Los inquilinos de nuestras ideas nos poseen. Nosotros les abrimos la puerta y les damos de comer. Lo bueno es que también podemos sacarlos cuando su estadía ya se hace nociva.
Yo cuido mucho los 20 centímetros a mi alrededor. No voy a lugares con chumul. Pero cuido aún más lo que le meto a mi cabeza. Ése es el espacio más personal que tengo.