Los peores momentos son los que pasan de una etapa a la otra. Claro, podríamos definir la vida como el movimiento por excelencia y decir que nunca se llega a una etapa final hasta que uno muere. Pero hablemos de los estados de transformación exagerados como la pubertad, el divorcio, la perimenopausia, la agonía. Pareciera que lo que tienen en común es una grandiosa incomodidad.
Vivir con adolescentes le ilumina a uno ese sufrimiento. Para ellos, obvio, porque están a un paso de ser adultos pero pareciera que siguen un poco sentados en la infancia. Y también para uno, que navega con cada acontecimiento la necesidad de tratarlos de forma distinta e irlos soltando un poco a la vez.
Todavía no sé cuál es el grado de ese poco que tengo que darles de libertad, sobre todo sabiendo lo biológicamente incapacitados que están todavía para tomar decisiones sensatas. Pero tampoco los quiero atados a mi voluntad. Y mucho de eso, la preocupación que me dan cuando se enferman, la angustia que tengo cuando no están, la exasperación porque no terminan de ser independientes, es que me tiene desde el fin de semana con migraña. Bienvenidas las transiciones.