Si quiere uno saber la verdad, hay que preguntársela a un niño. Contaba mi mamá que alguna vez fuimos a traer a mis tías al salón. Cuando las vi, no dudé decirles: «¿Para eso vinieron? Salieron peor de lo que entraron.» 1. Yo tenía aproximadamente cuatro años. 2. No las había visto entrar.
En un mundo plagado del temor a ofender, unido al mar de gente que se esconde tras el anonimato que otorgan las diversas redes sociales, estamos jodidos. El arte de hablar claro, sin lastimar, está en extinción. Nos enseñan antes a ser educados, que a expresar nuestra opinión sin ser groseros.
Y es que no es fácil aguantar que el pulgo le diga a uno que está enojado. Como tampoco es sencillo aceptar que le señalen un error. Del otro lado, me pasa que detesto las confrontaciones, pero no les huyo. Suelo ser directa para emitir las opiniones que me conciernen, lo cuál me ha ganado algunos vacíos en mi agenda social. Ni modo. No sé decir una cosa que signifique lo contrario.
Pero así como con el tiempo se pierde la franqueza de la niñez, si se mantiene la claridad, pero se le agrega un poco de empatía, se adquiere esa mezcla de leyenda que hace que alguien sea amable, pero honesto. Creo que necesito un genio para que me saque la fórmula. Por lo menos ya no opino sobre los resultados de visitas a salones de belleza.