Los chistes, como los trucos de magia, sólo funcionan la primera vez. Necesitan un elemento de sorpresa, de descubrimiento. Una vez destapamos la caja para revelar el conejo, ya sabemos qué hay allí. Por eso es tan aburrido escuchar la misma historia divertida repetidas veces. De niños, este concepto es un poco extraño. No entendemos por qué los adultos no se vuelven a reír con igual entusiasmo de nuestras gracias cuando las volvemos a hacer o decir. (Estoy aprendiendo de nuevo esta fascinación con el replay de los chistes. Me toca escuchar las aventuras de Pepito en sus variadas iteraciones ahora que JM tiene 7 años).
Ah, pero que nos cuenten una historia trágica y nos saca las de cocodrilo cada vez que la escuchamos. Yo no regreso a ver una película que me haya despertado algún sentimiento triste o molesto. Tampoco releo un libro con mal final. Me vuelve a conmover, aún cuando sé qué va a suceder. O, si leo el libro antes de ver la película, todavía me retuerzo en la silla en anticipación de la degollada que le toca al personaje (especialmente con Game of Thrones). Todo mal.
¿Por qué nos es más fácil llorar varias veces por lo mismo? ¿Por qué todavía nos duele cuando recordamos la primera vez que nos cortaron? ¿O la primera pérdida de una mascota? ¿De dónde sale ese aguijón que punza el corazón cuando recordamos a una persona que queríamos mucho y que ya no está?
Yo creo que tenemos malo el cableado del cerebro y que sería bueno volvernos electricistas (o programadores) y reconectar las neuronas para multiplicar nuestra capacidad de prolongar los buenos momentos, de revivir los recuerdos felices. Tengo toda la teoría de cómo hacerlo, he leído varios libros que enseñan ejercicios para concentrarse en lo bueno que hay alrededor. Todavía no me puedo reìr por enésima vez del mismo chiste. Pero le puedo enseñar nuevos a JM. La cosa es encontrar alguno en mi arsenal que no sea tan malcabresto.