Trabajo de mamá. Así lo defino, porque lo he tomado con la misma dedicación y enfoque a solución de problemas con el que atacaba mi ocupación monetariamente remunerada. Eso para mí se traduce en que me considero una «arregladora». Arreglo disputas entre dos entidades, cuál tribunal internacional. Arreglo la vestimenta si se daña. Arreglo juguetes. Arreglo pieles rotas. Arreglo agendas y horarios. Arreglo loncheras… Arreglar, organizar, solucionar, son acciones positivas, con resultados más o menos demostrables.
Pero hay situaciones que no requieren ninguna acción, más que hacer nada. Ejemplo: al niño no lo dejaron jugar fut en el cole, está triste ¿cuál es la acción a tomar? Ninguna. Bueno, sí, una: escucharlo. Ofrecer esa compañía que dice: «aquí estoy para ti, aunque no sea para hacer nada más que estar.» ¿Tienen idea de lo que cuesta? Ver un problema enfrente y no darle una solución que podría parecerme evidente es como poner un dulce frente a un niño y decirle que no se lo coma.
Muchas veces estoy del otro lado. He tenido tristezas que sólo requieren compañía. Problemas que únicamente quiero comentar. Enojos que hay que escupir. Y sí necesito a alguien allí conmigo, pero sólo para sentarse a mi lado, tomar mi mano, hacerme ver que no estoy sola. Eso da fuerzas para encontrar la solución por uno mismo.
He aprendido a tragarme consejos «sabios». A guardarme opiniones no solicitadas. A no interrumpir con ideas «brillantes». Espero poder seguirme aguantando conforme las cosas que haya que arreglar sean más complicadas. Porque, aunque quisiera, no tendría ni idea de cómo arreglarle un corazón roto a uno de los peques.