Si les preguntan a mis hijos, el estómago tiene un compartimento extra para el postre. Si no, ¿cómo se explica que les cueste terminarse la carne y el arroz, pero que 8 bolas de helado se desaparezcan como si nada? Lamentablemente, para todo el resto de cosas en la vida, antes de meter algo nuevo, generalmente hay que quitar lo viejo.
Alguna vez escuché que la mente de un niño es como un teatro vacío que hay que aprovechar de llenar de cosas buenas. Así igual pareciera que las cosas que hacemos desde hace mucho ya llevan su aviada en nuestras vidas. Sobre todo ésas que se hacen en automático y que ya no se aprecian como al principio.
Existe un riesgo cuando queremos incluir cosas nuevas que varían radicalmente de nuestros hábitos: el de romper con la vida que ya llevamos. Lo peor que podemos hacer es estrellar el cántaro de nuestras vidas contra una pared nueva, sin considerar qué vamos a hacer después con los pedazos. Y no es que nunca haya que cambiar. Al contrario, el cambio es inevitable. Pero somos mucho más felices cuando medimos el precio que hemos de pagar por lo que nos llama la atención. Cuando dimensionamos que eso que nos gusta tanto, nos gusta menos que lo que ya tenemos, volvemos a darle valor a lo que alguna vez también fue nuevecito.
Siempre dejamos de hacer cosas. No hay tiempo suficiente para aprenderlo todo, ni dinero para comprárnoslo todo, ni atención para agradar a todos. Hay qué escoger y ser feliz. Porque, en esta vida, sólo hay un compartimento extra para el helado.