La certidumbre

Con los dos niños, quisimos saber si eran hombre o mujer. En una etapa de muy poca seguridad y menor control como lo es un embarazo, el hecho de saberle el nombre a lo que saliera era un paleativo que se agradeció profundamente. En medio de todo, pudimos planificar el color del cuarto, comprar ropa y hacer algo. El resultado final era el esperado: tuvimos dos bebés. El proceso para tener a ambos fue completamente sorpresivo.

Conocer el final de una historia, si hablamos de una película o un libro u otro tipo de entretenimiento, casi siempre nos arruinan la experiencia. Ya no tiene el factor sopresa y nuestros cerebros se aburren. Pero cuando se trata de la vida real, buscamos como humanos tener la mayor certeza posible. Le huímos al riesgo. Buscamos lo que ya conocemos.

Tal vez es una medida ínfima de ejercer control sobre una vida que poco nos deja decidir. Y también por eso buscamos cerrar los procesos que llevamos en el camino. Celebramos fechas conmemorativas. Le quitamos días a un calendario a la espera de un acontecimiento.

Cuando dejamos un proceso sin cerrar, nos quedamos con una roncha metida entre el cerebro que nos pica y que no podemos rascar. Y, aunque implique un dolor, preferimos que por fin llegue el trancazo y ya dejar de caer por el aire sin final.

La certidumbre es fregada. Nos amarra a un resultado, así como nosotros amarramos a nuestros bebés a un nombre, meses antes de nacer. Pero por lo menos por eso, no tuve ansiedad.

La magia de lo esperado

He tratado de recibir clases de canto toda mi vida. Es algo que hago de todas formas, por qué no aprender a hacerlo bien. Pero, por una u otra razón, hasta hoy pude tomar la primera.

Tendría que haber sido hace tres semanas, pero a la profesora se le olvidó. Dos veces. Y a mí no se me ocurrió avisarle un día antes. Pues. Ya habíamos quedado.

La seguridad de algo que suceda nos da confianza en el mundo. La teoría moderna de criar bebés es que uno debe cargarlos cada vez que lloran por lo menos los primeros tres meses de su vida. Eso les da confianza, se sienten seguros y, lo que me parece un poco contraintuitivo, los hace más independientes. Saber a que uno tiene un lugar dónde dormir, algo qué comer y alguien con quién compartir, nos alienta a aventurarnos más. Es cuando hay incertidumbre en nuestra vida que padecemos de estrés y dudas y dolores.

También puede uno hacer muchas más cosas cuando organiza el tiempo. Rara vez he viajado sin saber qué iba a llegar a hacer. Aún cuando lo que haga sea «nada».

Pues ahora resulta que también tengo clases de canto, sobre todo lo demás que ya hago. Estar así de ocupada no me atormenta, porque sé qué me toca hacer. Sí me mata no tener seguridad. Menos mal ahora sí ya no se le olvidó a la profesora.