Si me preguntan por qué estudié Derecho, contestaría que porque me gusta la argumentación lógica. Pero si me inyectan suero de la verdad, tendría que contestar que miraba una serie que se llamaba «Night Court» y que me fascinaba el personaje del juez. Era súper inteligente, culto, divertidísimo y manejaba una lógica jurídica que quedaba muy grande para los casos de poca monta que le llevaban.
Tomar decisiones como profesión. Eso quería yo. Y, resulta, que todos, todos, hacemos eso todo el tiempo. Desde con qué actitud nos vamos a levantar, hasta la posición en que nos vamos a dormir. Cada una de esas decisiones, nos toman un momento de concentración mental. De energía. Por eso cuando tomamos alcohol, lo primero que tiramos por la borda es nuestra capacidad de decidir, porque nos dejamos ir.
Yo decido por mí y eso ya es suficientemente pesado. Pero también me toca dirimir conflictos de los dos enanos que tengo que educar. «No, no te puedes ir vestida de Blanca Nieves al colegio.» «No, los deberes se hacen antes de salir a jugar.» Y todo esto, esperando también dejarles suficiente espacio para que, cuando yo no estoy, tomen las decisiones correctas.
Hoy, así cansada como estoy, quisiera no tener que servir de Salomón ni una vez más. Quiero llegar a mi cama, quedarme dormida como caiga y no despertar hasta que los dos ya vivan en otro lado. Y, mientras escribo esto, ya estoy pensando en qué les voy a poner en la lonchera y cómo los voy a llevar el sábado…