Un nivel más superficial

Luchamos como seres humanos por ser profundos y aprovechar la capacidad más extrema de los talentos que tengamos. Nos esforzamos por no pasar desapercibidos, por dejar impresa nuestra huella en el mundo. Que nuestro recuerdo persista más allá de nuestra presencia y que hablen de nosotros durante generaciones. Y nada de eso es relevante. Ni siquiera creo que sea verdaderamente deseable.

La gente más importante de mi vida ha pasado por ella sin querer hacerse permanente, sólo por el gusto de estar. Para apreciar las cosas a nuestro alrededor sin destruir lo mejor es caminar liviano. No presionar, flotar entre los nuestros y generarles un bienestar sin peso, casi pasar desapercibidos. Lo peor que uno puede desear es ser indispensable. Porque lo que no somos es inacabables y, si no pueden seguir adelante sin nosotros, qué pobre existencia llevamos.

Al final de nuestros días, la única profundidad que deberíamos querer alcanzar es la de nuestra propia consciencia. Todo el resto de cosas deben haberse quedado atrás. Y, nosotros, ser superficiales en nuestro paso. Como si fuera sólo otro paseo.

El hilo que quema

Traté de arrancar un hilo

colgado de una manga, sin sentido

lo halé, rozándolo en mi piel

no logré quitarlo, persistente en su inutilidad

me dolió hace una semana

me sigue doliendo, está rojo, infectado

hasta un hilo sin propósito

se aferra a su existencia

y lastima, quema, protesta

antes de soltarse.

La lógica de las emociones

Hay dos clases de personas: las que toman decisiones emocionales y las que creen que toman decisiones lógicas. Nos han engañado durante muchos años, haciéndonos creer que nos podemos alejar de nuestras emociones, como si fueran simples vestimentas un poco ridículas que no necesitamos. La verdad es que el ser emocional es un aspecto integral de nuestra existencia, es la manera de integrar los datos en un contexto, de tener una reacción integral. La lógica, la abstracción que nos da el hemisferio izquierdo del cerebro es limitada y categorizante.

Los diciembres de cada año, nos bombardean por todas partes con mensajes que apelan a nuestro cansancio: estamos cansados de hacer dieta, de ahorrar, de trabajar. Nos dicen cosas como «en enero puedes comer bien, hacer ejercicio, retomar la frugalidad», «has trabajado tanto que te mereces x o y cosa que no necesitas». Y claro que estamos cansados y por supuesto que nos merecemos cosas lindas en nuestras vidas. Es un argumento que usa la lógica para apelar a los verdaderos jefes: los sentimientos.

Yo hago lo mismo en diciembre que el resto del año. O sea, tomo la misma cantidad de malas y buenas decisiones con mi vida. Porque me pesa más, emocionalmente hablando, mantenerme en un estado que cambie lo menos posible físicamente y lo más posible espiritual y mentalmente. Que no quiere decir que lo logre, es sólo que eso me mueve. Y no porque lo haya analizado y pensado. Es porque así me siento mejor.

A veces, ni bailar con ella es lo mismo

El niño, que ya me saca 10 centímetros, quiere aprender a manejar. Y yo me ofrecí de tributo a enseñarle, por lo menos un poco. Tenemos condiciones: tiene que hacerme caso sin cuestionar y se tiene que aguantar que le grite. Las salidas son cortas en un lugar sin tráfico y, hasta ahora, todo bien (sin contar que mi carro queda estacionado como lengua de perro con calor, pero, detalles).

Nosotros ya tenemos experiencia en paternidades: fuimos hijos. Debería ser fácil saber lo que implica ser padres. Pero nada tan lejos de eso. Ni siquiera cuando uno ya lo ha sido durante varios años tiene idea de lo que viene después. Porque la teoría de las etapas es muy bonita en papel, pero nadie nos prepara para todos los sentimientos que rellenan esas líneas. Esa necesidad de educar y querer y ser suave y poner límites y, no importa qué haga uno ni las intenciones que tenga, de todos modos la caga. Tarde y temprano. Con frecuencia y persistencia.

Cada vez más, mis hijos viven al ritmo de su propia música, aunque todavía bailamos mucho juntos. No reniego de ni una vez que tengo que levantarme a media noche a revisar a la niña, ni del tiempo que me pide el niño. Con ellos, la fiesta se termina pronto, dejan la casa demasiado rápido. Aunque la tonadita de las clases de manejo no es mi favorita.

Soluciones simples, pero no fáciles

Mi lema antes era “para qué hacer las cosas fáciles, si se pueden hacer difíciles”, un poco en broma y bastante buscando encontrar soluciones nuevas a problemas viejos. Tiene mérito no querer hacer las cosas de la misma forma siempre. Pero es aún mejor lograr la manera más simple para salir de los lugares complicados.

A veces eso tiene mucho que ver con el momento en que se toma una decisión: es más fácil bajar 2 libras que 20. A veces depende del involucramiento emocional y lo que uno está dispuesto a dar. Y siempre depende de lo que estamos dejando de hacer. Ése es el verdadero peso de nuestra vida: todo el resto de cosas que no hicimos. Y allí viene la bondad de no complicarse. Pero… las salidas sencillas no siempre son fáciles. Por ejemplo, si llegara el caso (que para nada es autobiográfico, no qué va) de tratar de dormir con alguien que ronca, sería muy simple ir a otro cuarto. Pero… todo el bagaje emocional que implica esa movida a veces es demasiado pesado como para tomar la decisión rápida. Así que uno busca audífonos, tiras nasales, exorcistas… todo menos que algo sencillo.

Lo más importante es que el resultado no sea menos deseable que lo que se sacrifica por obtenerlo, aún cuando la ruta sea hasta más ardua.

Un desperdicio de energía

Me encanta Tuiter. Es un estado de catarsis constante, un lugar de diversión, de información y es en donde he conocido amistades maravillosas. Puedo publicar la extravagancia más absurda que se me ocurra y dejarla flotar, algo así como una sangrada de las que hacían antes los doctores para quitar el exceso de presión acumulada.

Claro que no todo son rosas en el camino, porque, de forma incremental, uno se topa con personas que sólo intervienen en la «conversación», para insultar. Antes eso lo miraba uno en el tráfico exclusivamente, ese derroche de energía hacia pelearse con alguien a quien uno no conoce. ¿Nunca les pasó que le bocinaron al carro de al lado, sólo para morirse de la vergüenza al darse cuenta que el conductor era alguien conocido? Hay algo en el anonimato que nos desgasta la empatía y que nos hace creer que tenemos derecho de comportarnos de forma grosera con los demás. Una especie de despersonalización entre la pantalla y los demás. Es cierto que las redes sociales son tan sólo una pequeña muestra de quiénes somos, completamente editada y calculada. Pero nuestro comportamiento es eso, nuestro y no por ser por texto deja de reflejar nuestra esencia.

Lo que me confunde es esa inversión de energía emocional en pelearse con alguien a quien no conozco. Ni en el carro, ni en redes. Y claro que lo he hecho, porque yo también me he enganchado, sólo para quedarme después completamente decepcionada de mí misma y de mi falta de sentido de la conservación. Enojarse implica una conexión con la otra persona y, sinceramente, si no los conozco, ¿para qué quiero estar ligada? En el Tuiter, como en el carro, el que se enoja pierde.

A mí en el futuro

Me despierto a las 4am todos los días para poder hacer ejercicio porque más tarde la vida me alcanza y ya no puedo. A veces me cuesta y otras me cuesta más. Sobre todo si no pasé bien la noche. Y es que los días no se reinician cada veinticuatro horas, sino que se van acumulando hasta que se lleva el peso de los años.

Hay tantos aforismos acerca de cómo vivir y cuál es la mejor manera de disfrutar hacerlo, que se llenan todas las agendas del mundo con citas. Que si sólo se vive una vez, que si hay que pensar en el futuro, que si lo pasado siempre fue mejor. Pero se les escapa a todos que el paso del tiempo es una constante y que sólo existe el momento presente, que se va sintiendo conforme avanza. Lo que hacemos hoy repercute en nuestra evaluación del pasado y en nuestra disponibilidad para el futuro. Por supuesto que hay que tener placer en lo que se hace, al menos estar agudamente consciente del instante. Pero creer que lo que hacemos hoy no lo tenemos que afrontar mañana, es ignorar una de las verdades irrefutables de la existencia: todo cambia.

A veces me acuesto tarde, después de tomar vino y comer mucho. Otras me meto a la cama con el sol. Ése es mi hoy. Pero siempre llego a hacer ejercicio al día siguiente. Porque también tengo un mañana.

Las galletas de tu mamá

Muchas de las recetas en mi casa tienen apuntado su lugar de origen. Es impensable hacer Stolen y no recordar a Ana María (Annie, le decía mi mamá) y las comidas deliciosas en su casa. O el mazapán en casa de la Chiqui, también dueña de la receta de lomito que quiero hacer. Hoy hice las galletas de whisky de Susie, que me remontan a mi adolescencia.

Agradezco que compartan conmigo las cosas que les gustan. Música, libros, arte. Yo sólo tengo una capacidad limitada de conocer cosas y abrirme a las preferencias de los demás me expande el mundo. Seguro no habría leído a Gayman, Borges, Padura y tantos otros sin una recomendación de gente mejor educada que yo.

Gracias por hacer más interesante mi vida. Gracias por pasarme lo que les gusta. Gracias por entender que lo lindo de la vida no se acaba cuando se comparte. Y, gracias, por las galletas de whisky.

Nunca sale igual

Hoy hice Stolen, que es el pan de frutas que hacía mi mamá para Navidad. Nunca la acompañé a hacerlo, sólo tengo su receta, como la del mazapán, con algunas instrucciones más o menos claras que sólo cobran sentido en la práctica. Cada año que hago ambos, me quedan distintos y lo peor es que no recuerdo qué hice bien o mal de año a año.

Tenemos formas de anclarnos. Las tradiciones repetitivas nos ayudan a sentir que continuamos, que el sabor de nuestra comida puede ser encontrado en un plato, generaciones más tarde. Las fechas especiales se celebran de cierta forma, sacamos un adorno particular, invitamos a la misma gente a la casa… Hacemos las galletas, horneamos el pan, creemos que salen igual y nunca, jamás, logramos replicar a la perfección lo que está en nuestro recuerdo.

Creo que me gusta la falta de precisión milimétrica en las recetas. Me permite hacerlas distinto cada vez, una marca en el paso de mis años sobre la repetición. Tomar el libro escrito por mi mamá me conecta a ella y que mis hijos coman, los conecta conmigo. Y todos crecemos y cambiamos. Tal vez repetir lo de siempre hace que nos demos cuenta de cuán distintos somos.