Alguna vez tuve un puesto de esos que suenan importantes. Me tocaba negociar cosas con montos interesantes, estar en reuniones y ejercer mi poder de decisión. Era chilero. A veces no tenía mucho qué hacer y a veces salía al día siguiente del trabajo, pero siempre había la posibilidad de aprender algo nuevo. Era bastante buena para eso. Y, justo cuando el ego se me estaba subiendo (más), mi ex jefe con su franqueza característica me dijo: «Canche, espero que entienda que ni usted, ni nadie, son indispensables. Irremplazable, tal vez. Pero ni mi mujer es indispensable.»
Si tenemos algunos años de vida, seguro hemos pasado por la muerte de alguien cercano. O la pérdida de una relación importante. O la ausencia de una mascota querida. Y, aunque esa falta nos quita algo de nuestras vidas, porque ya no está el objeto (no como cosa, sino como receptor) donde recaía nuestro cariño, nuestro sentimiento, nosotros seguimos viviendo.
Es como el código Jedi, que dice que hay que amar a todos, pero no sentir apego por nadie. Reconocer que cada una de las personas que nos rodea son simplemente irrepetibles y, por lo tanto, irremplazables, es ver lo único y especial en todos. Y en nosotros mismos. Pero ir por la vida pensando que nosotros le somos indispensables a cualquiera, es crearse una falsa idea de nuestra propia importancia. En una relación (de lo que sea, trabajo, amistad, pareja) creerse que el otro no puede vivir sin nosotros es caer en el engaño. Además que nos hace sentirnos demasiado seguros y permitirnos conductas holgazanas.
Yo sé que mi mara puede vivir sin mí. Mi trabajo ahora es que no quieran hacerlo.