Ser inmortal

Mi papá creo que era agnóstico. Su abuelo, que era ateo militante, le había explicado de pequeño que después de la muerte sólo nos quedábamos en el recuerdo de las personas.

Pensar que seguimos viviendo en la mente de las personas que nos conocieron y que trascendemos generaciones si cuentan historias nuestras, es un acto de fe a futuro, sin importar nuestra posición religiosa. Es indudable que dejamos una impresión de nuestro ser por donde pasamos. Ponemos un sello más o menos profundo en el corazón de las personas con que interactuamos. Siempre. Aún cuando no nos damos cuenta.

No todos podemos ser inmortales en la memoria de la historia colectiva. Pero todos trascendemos de nuestra propia muerte, porque más de alguien nos conoció y supo nuestro nombre.

He conocido pocas personas que dejen una huella tan profunda y feliz como mi cuñado Luis Ronaldo. Uno de los hombres más inteligentes que he tenido al lado, jamás hizo alarde de su genialidad. Fue generoso con todo lo que tenía, principalmente con su persona. Estar con él era sentirse importante, porque él se intersaba en uno. Siempre lo vi con una sonrisa y la mejor de las actitudes. Facilísimo de querer. Va a ser proporcionalmente triste no volverlo a ver.

Pero seguirá entre nosotros y nuestros hijos, porque su recuerdo nos acompañará, con dolor, pero también con dulzura. Gracias por tu vida Luis.

Acompañar

Mi famosa y muy querida tía padece de migrañas. Y dolores de cuello. Y de cintura. Y se enferma seguido del estómago. Todo lo cual tiene como consecuencia que está más dopada que el equipo de atletismo ruso. Queriendo ayudarla a dejar de tomar tantos fármacos, le conseguí medicina alternativa. Nos fue fatal. Principalmente porque la señora no dejó de tomarse la otra medicina, sino que agregó la nueva.

Ayudar es a veces tarea complicada. Uno no sabe si va a aliviar una necesidad. Si lo está haciendo bien. Si no va a ser peor el remedio. Se vuelve aún más complicado cuando lo que se necesita es apoyo emocional. Lo material es tanto más fácil de medir.

Remendar una rodilla raspada es cuestión de tener una curita a la mano. Un corazón roto no tiene válvula de acceso para echarle mertiolate.

A mí me gusta tomar acciones ante una necesidad. Me quedo ansiosa ante una lágrima. Pasan mil palabras con soluciones por mi mente. Pero he aprendido a quedarme callada. Por mucho que me cueste aceptarlo, no hay algo que pueda hacer, pero sí puedo estar.

El problema con mi tía es que no tiene supervisión. No se trata de conseguirle más o mejores medicinas. Y tampoco voy a llegar yo a cambiarle hábitos a estas alturas del partido. Pero sí puedo seguir preocupándome por ella.

Lo que no puede ser

Hace tres meses, la señora que nos vende el helado de la refacción post entreno de mi hijo estaba llorando. Le deseé que estuviera bien, esperé un momento y, viendo que prefería estar sola con su dolor, me alejé. Ayer la vi de nuevo, le chuleé las botas que tenía puestas y le pregunté cómo seguía. Me contó que su hija había fallecido repentinamente de una enfermedad en su riñón.

La muerte es una compañera constante para todos. Es la única cosa inevitable en nuestras vidas. Y está bien. De alguna forma, saber que a eso vamos todos, a mí en lo personal me reconforta. Pero ese sentimiento sólo me aplica a mí.

Cuando perdemos a un ser querido, lo que duele no es lo que dejan de vivir, es lo que dejan de vivir con nosotros. Pensar que mi mamá nunca cargó a mis hijos, que mi papá nunca los llevó a tirar, que han pasado bautizos y piñatas y que vienen Primeras Comuniones y graduaciones y todo sin ellos, me duele. A mí. Por lo que no pude tener.

Esa nostalgia por lo que no existe, por lo que pudo ser, ese «saudade», es un dolor dulce. Allí, entre el olor de helados, lloramos un poco con la señora. Y ambas seguimos con lo que nos tocaba hacer ese día. Todo continúa.

Preguntas y respuestas

No nos sorprendimos, nos conocemos bien

y aún así nos intriga qué hay entre nosotros.

Qué pensamos y sentimos es un descubrimiento

como recordar una historia favorita.

Y al final perderme en unos ojos sin pupila,

negros y dulces.

Melocotones

Regresando de Xela, había puestos de melocotones por mucho del camino. Como siempre, se me llenó la nariz y la boca del recuerdo. Mi cumpleaños sabía a pie de melocotón. Y yo lo detestaba. Mi mamá hacía pie para «gastarse» los melocotones y yo me quedaba siempre con ganas de comer más, no importaba si me había retorcido el estómago de tantos que ya había tragado.

Hay olores que inmediatamente nos transportan a lugares del pasado. El sentido del olfato en el cerebro está justo al lado del de los recuerdos. Por eso un aroma es la llave más segura para abrir nuestra memoria. Se recomienda estudiar con un chocolate y llegar al examen con otro, para afianzar el conocimiento. Cuando desconfiamos de algo o de alguien decimos que «apesta». He conocido personas que detestan un perfume después de una relación desastrosa.

Cómo nos apodera un recuerdo es igual que cómo nos invade un olor. No podemos dejar de respirar, al igual que es muy difícil que olvidemos. Lo bueno es que podemos darle un nuevo significado a todo lo que llevamos en el cerebro.

Mi papá olía a aceite de pistola, cuero de silla de montar y colonia. Mi mamá olía a perfume, aunque no se pusiera. Mi casa en Navidad huele a mantequilla y azúcar. Mis hijos olían a leche. Mario huele a pan…

Recuerdos embotellados, como el del protagonista de El Perfume que quería hacerse un humano a fuerza de puro olor. Así, ahora soy yo la que compra melocotones y los hace pie. Lo bueno es que, a la gente de mi casa, ese trato les encanta.

Confiar de lejos

Ser desconfiada de las intenciones de todos, me resguarda. Es un colchón cómodo que me pongo alrededor y que me aisla del mundo. No arriesgo y no pierdo. Pero tampoco gano. Ver el mundo con lentes de sospecha, me hace tener sólo un color.

«Piensa mal y acertarás», tal vez, sea de las frases que más nos alejan de otros seres humanos. Sin confianza no podemos ni comprar un tomate, quién sabe qué tengan. Ni hablar de tener una relación sana con alguien. ¿Cómo avanzar en un camino de vida juntos, si uno está esperando que le metan zancadilla?

El otro lado de la moneda, por supuesto, es creerse todo lo que le dicen y andar poniendo la carita para que le peguen a uno. Así termina uno como colador.

Estar dispuesto a confiar en la gente, pero no irse de boca, allí está el balance. Es saber que la gente no tiene que llenar mis expectativas, que todos son capaces de cosas buenas, que a todo el mundo hay que encontrarle el lado amable. Y, mientras se tiene esa actitud, uno no se enamora del primer tipo que le chulea a uno los ojos. Ni se hace mejor amigo del primero que le da follow en Tuiter. El famoso término medio. Poder ver que en la vida hay más que sólo blanco y negro.

Porque no quiero ser una estatua, pero tampoco quiero que me arrastren.

¡Meyo!

Después de casi cuatro décadas de nunca haberme roto ni un hueso, llevo una mano y dos meñiques del pie en menos de año y medio. Obvio, yo era de esas niñas que no gastaban ni una gota de sudor, que tenían ordenados sus juguetes y que no ensuciaban los zapatos. Aprendí a bordar, a pintar, música, pero no a darle a una pelota con el pie. Y me quedó grabado en el subconsciente que las cosas hay que hacerlas perfectas, si no, mejor no hacerlas.

Hay tantas frases motivacionales de las que dicen que el peor fracaso es no intentarlo, que trabamos los ojos hasta el cuello cuando escuchamos algo similar. Lo que no dicen es que todo lo que se hace, se paga de una forma u otra. El miedo a hacer algo tiene valor, pues nos obliga a buscar qué puede suceder si nos lanzamos de ese avión.

Tal vez por eso la corteza prefrontal, allí en donde se asienta el juicio, no se termina de desarrollar hasta los 25 años. Todas esas actividades arriesgadas de adolescentes como hacer skating, surf, MMA, etc., se practican con mayor abandono si no se pesan en su justa medida las consecuencias.

Y luego estamos los que no hicimos lo nuestro cuando éramos jóvenes y ahora queremos ver si somos tan inútiles como creíamos. No me arrepiento de los dolores recientes. Pero no me deja de volar el estómago cuando me toca un combate.

Hacer lo que quiera

Viendo un show de Panchorizo (si no han visto alguno, se están perdiendo de algo genial), una de las contorsionistas levantó los brazos y enseñó sus axilas con vello. Mis hijos que viven en una casa lampiña (artificialmente, pero lampiña al fin), se sorprendieron. ¿Qué tiene debajo de los brazos? Pelos. ¿Por qué? Porque salen.

Hay una gran pugna entre las personas que se autoidentifican como feministas para impulsar una imagen corporal más natural y los que tradicionalmente les gusta opinar de la apariencia de los demás. El lema en esta casa es que, si no nos está afectando directamente o haciéndole daño a alguien más, no nos importa.

Pero, más allá de ir por la vida con las piernas peludas, es importante entender el precio de hacer lo que nos viene en gana. Es cierto que estamos «hechos» según un patrón social que sí juzga qué es aceptable o no y que podemos salirnos de esa caja. Pero también es cierto que todo tiene consecuencias que debemos conocer. Todas las reglas sociales tienen una utilidad (que sea buena o mala son otros veinte pesos) y podemos ser quemados en la hoguera por romperlas.

En mi casa jugamos papeles extremadamente tradicionales, pero lo hicimos y hacemos plenamente conscientes, sin imposiciones. Yo tuve la oportunidad de elegir y la sigo teniendo. Luchar por que mis hijos puedan decidir su propio camino es mi mayor meta. Allá ellos la dirección que quieran tomar. Eso ya no es mi rollo.

Sin voz

Me quedé afónica de cantar como loca. La experiencia está siendo muy interesante, porque incomunicada no estoy. Me estoy dando cuenta que no necesito gritarles a mis hijos para que me hagan caso (una mirada asesina basta). No tengo que marear a mi marido cuando llega a la casa. Puedo hacer mandados a puras señas.

El chiste de hablar es comunicarse efectivamente. Para eso escribimos también. Y hacemos caras. Y abrazamos. De alguna forma encontramos la manera de transmitir las ideas que nos llenan el cerebro. Y aún con todas esas ayudas, a veces no es suficiente. El mundo en el que vivimos es pálido a comparación del que nos habita. La genialidad de los artistas que llevan el registro de nuestra historia es poder plasmar nuestra humanidad de alguna manera transmitible.

Cada vez que alguien recibe nuestra emoción y despierta una propia, logramos conectarnos. Y eso nos hace humanos. Cuando puedo entender qué quiere uno de mis hijos en su gramática quebrada y sus ideas medio formadas, toco su alma y eso me hace sentir mejor. En el momento en que logro descifrar las ideas de mi esposo a través de miradas y gestos y monosílabas, refuerzo el puente que nos une.

No tengo voz. No puedo cantar. Pero puedo comunicarme, sólo me tienen qué poner un poco de atención. Y eso también me ayuda.