Tengo ropa más vieja que yo. La uso, ese abrigo de mi mamá es una belleza. Uso muebles a los que ni mi papá les conocía bien la edad. Guardo tickets y boletos y entradas y mapas para recordar. Y conservo los sentimientos, como si fueran parte esencial de mi personalidad.
Las emociones no nos definen. Son efímeras y duran un suspiro. El chiste es cabalgarlas como olas y no dejarse hundir en ellas. Cada una es nueva y, como tal, no deberíamos pensar que es el mismo enojo de hace 34 años cuando no nos sacó a bailar el chico que nos gustaba. Es otro enojo.
El problema es que nos definimos por cosas que se desvanecen: yo soy triste, yo soy enojado… Esto requiere una constante alimentación de esos sentimientos y en eso se le va a uno demasiada energía. Mejor ser un simple recipiente que se llena y vacía con la marea de los acontecimientos. Claro que más de algo permea el material del que estamos hechos, pero sólo para decorarnos, embellecernos.
Debo aprender a dejar ir las cosas que no me definen, porque blandir el estandarte del resentimiento es anunciar tierra arrasada. Y nadie quiere vivir en un lugar así.